Mariscos,  encarnaciones del lujo gastronómico

Mariscos,  encarnaciones del lujo gastronómico

Madrid. EFE).  En gastronomía, el concepto del lujo suele ir unido al alto precio del manjar de que se trate; en este sentido, y hablando en general, los mariscos siguen siendo, para muchos, una de las más claras encarnaciones del lujo gastronómico. Digamos, como Einstein, que todo es relativo.

Sí, porque los objetos considerados de lujo cambian con los tiempos y las modas. Durante toda la primera mitad del siglo pasado, uno de los símbolos del lujo en la mesa eran las ostras, que hoy son un marisco que no es que lo regalen en las esquinas, pero cuya adquisición no crea problemas en ningún presupuesto doméstico.

Hoy come uno ostras, más o menos, cuando le apetece, y a lo mejor lo que resulta lujoso -caro- es el entorno: las ostras, como cierta clase de señoritas, adoran el champagne.

Lujo fue siempre la langosta. Lo sigue siendo, aunque sea más asequible que antes. Para la langosta se crearon las más grandes y barrocas recetas de la alta cocina francesa: a la americana, a la Thermidor… Sucede que no toda la langosta es langosta.

Normalmente, se le ha llamado langosta al otro gran decápodo macruro (crustáceo de diez patas y cola larga): el bogavante. De hecho, sigue siendo muy normal que se ilustre un artículo sobre langosta con una fotografía de un bogavante.

Parecerse, aunque no sean de la familia, se parecen. Pero la langosta exhibe unas hermosas y largas antenas, mientras que el bogavante ha transformado sus dos primeras patas en sendas poderosas pinzas de las que es conveniente, con el animalito vivo, alejar los dedos. La langosta, viva, es de un color pardo rojizo claro, mientras que el bogavante, a quien un despistado que sólo lo había visto cocido llamó “cardenal de los mares”.

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