Martha: he encontrado tu nombre

Martha: he encontrado  tu nombre

No sé quién dijo, ni me preocupa, que lo importante en un texto es su poder de conmover. De hacernos olvidar quienes somos por el espacio de unas horas y sumergirnos en la vida y circunstancias de otros y otras.
Para esos lectores, como para mí, tropezar a cada instante con el esfuerzo técnico, como en las primeras novelas de Vargas Llosa, sin que el texto lograra hacerme creer que Remedios La Bella si ascendió al cielo, era un fastidio.
Regresé al país en 1981, justo cuando la poeta Martha Rivera y su cohorte de ninfas, poetas, pintores, escultores, militantes y diletantes de izquierda y derecha, irrumpían en el aburrido espacio de una media isla bombardeada con lugares comunes; cursos de buenos modales; recetas para la pequeña burguesía sobre cómo alcanzar el estatus con ciertas compañías; ciertas marcas de ropa; ciertas caminatas donde los demás podían admirar la sigla de tus tenis o la lycra; ciertos desrizados y tintes, ciertas clases de automóviles.
Como ellos y ellas yo me moría de aburrimiento, pero de otra clase, porque venía de la irreverencia que ellos y ellas estaban adoptando como bandera y lo que yo buscaba era monte, tambores, sincretismo, mar, salves y tambores con que borrar la memoria del LSD que casi mata a la mitad de mi generación; del libertinaje en el cual diluyeron sus ímpetus revolucionarios muchos y muchas de mis amigos.
Yo sabía que el ácido y los hongos, que el LSD y la coca no eran relajo. Había presenciado el casi morir de un adolescente de 17 años, de un “bad trip”; había seguido su proceso de desintoxicación y posterior locura; había visto a niños de diez y once años actuando como “mulas” en la 105 y Amsterdam; había visto el horror de una contracultura donde la lucha contra la guerra en el Viet Nam se confundía con la búsqueda de la paz interior y ambas eran, como en todo lo que toca el establishment, corrompidas.
Ya no era que el gesto de Ángela Davis de dejarse crecer un afro nos decía a todos los seminegros de esta isla que éramos “beautiful”. Era que la comercialización de ese gesto (en afiches y camisetas) le quitaba toda la fuerza primigenia, toda la intención revolucionaria.
Sobreviviente de Manhattan, arribé con un gran cansancio; y al escuchar a un jovencísimo y precoz Miguel De Mena con sus obsesiones con Jimmy Hendrix y !Janis Joplin! JanisJoplin!, esa fea muchacha blanca que más que cantar aullaba y partía el corazón (creo que nadie lloró tanto su muerte como yo), me di cuenta de que para mi desgracia regresaba a una isla que comenzaba a descubrir lo que mi generación en Nueva York había experimentado hacía una década. Que la realidad de la cual quería escapar me estaba esperando, con su rock metálico, su gritería semanal en los conciertos de música tecno, su éxtasis y supuesta liberación.
De ahí mi fastidio y de ahí mi silencio, casi hostilidad, frente a todo aquello y aquellos que insistieran en abrir con una daga de doble filo, perfectamente afilada, como la novela de Martha Rivera: HE OLVIDADO TU NOMBRE, las compuertas no ya de mi vientre sino de mi cabeza.
Y lo que no logró Martha con sus aspavientos, orientados a “epater le bourgueois”, lo logró con la poesía de sus textos. Creo que desde Ángeles de Hueso, de Marcio Veloz Maggiolo, ninguna otra novela dominicana se había sustentado en un lenguaje tan poético y ese fue para mí, que soy poeta, su primer gran logro.
En el aspecto técnico, creo que la simplicidad narrativa del texto (una novela a dos voces, escrita en primera persona), posiblemente criticada como elemental por algunos, es su segundo gran acierto. Es decir, mantenernos interesados hasta el final con una simplicidad de recursos técnicos es un tributo a la garra narrativa de Martha. Otros intentos de novelar se pueden quedar en la ambiciosa complejidad de la estructura, perdiéndose lo esencial de la trama, o de lo que se necesita decir.
En lo temático, el haber superado el trauma de las generaciones anteriores con el Trujillato y retratar la cotidianidad de la generación de los ochenta es otro gran logro.
A quienes puedan escandalizarse por la terrible realidad que describe esta novela: la de una juventud sin paradigmas, desnuda ante el osario de su indefensión, apenas un preámbulo de lo que es hoy un gran segmento de la juventud clase mediera; les remito a la historia del Bloomsbury Circle, formado por John Mayrnard Keynes (quien se convertiría en un célebre economista); el novelista E.M. Foster; el crítico Lytton Strachey y Thoby, Virginia y Vanessa Stephen, cuya amistad se cimentó en la falta de paradigmas de la generación de su época y los ataques permanentes a la “propiedad”, en el sentido de lo apropiado, de la clase media alta inglesa.
Los límites impuestos de lo convencional y las bases morales de la costumbre, fueron cuestionados por el libertinaje de Vanessa y el desafiante intelecto de Virginia (¿un paralelo entre los personajes Lluvia y Martha?), definiendo nuevas posibilidades para las mujeres del siglo 20.
Tanto Vanessa como Virginia tuvieron un impacto en los “modales” de su generación, lo que llevó a Virginia a creer y afirmar, (¡Oh juveniles ingenuidades!) en su entusiasmo, ¡en diciembre de 1870!, que la naturaleza humana había cambiado.
El lenguaje descarnado y una conducta libérrima se convirtieron en las banderas de Vanessa y Virginia, y en las reuniones en Bloomsbury no solo se leía poesía, sino que se hacían performances donde las mujeres escandalizaron la sociedad. Particularmente Virginia y Vanessa sacudieron al, en apariencia, pacato Londres de la época yendo a una exposición de pintura pos-impresionista vestidas como modelos de Gauguin, es decir, desvestidas.
Virginia, odiaba “servir te” y “hablar como una lady” y disfrutaba sentarse en el piso y conversar sobre arte, e inteligentes temas estéticos y filosóficos como la existencia o inexistencia del color.
Cuando comenzó a publicar sus novelas, en 1915, como Virginia Woolf (no Stephen), ya se había comprometido con romper tanto las barreras del arte como de sí misma y sabemos que en esa búsqueda terminó rompiendo las últimas barreras, las que existen entre la vida y la supuesta infinita libertad que es la muerte.
No pude evitar pensar en Bloomsbury y en Virginia y Vanessa cuando leí esta novela, y no pude evitar entristecerme con su final. Fue como si Martha se hiciera eco de escritores y escritoras románticos/as (Flaubert, por ejemplo, con su Madame Bovary) para decirnos que el ejercicio de la libertad en las mujeres conduce inevitablemente a la muerte.
¿O no es el ejercicio de la libertad sino de la apariencia de libertad, hoy tan predominante?
He aquí su próximo, desafío. Antorcha que escritoras más jóvenes de aquí (Rita Indiana) y de la diáspora, han asumido, y nos permite, en la oscuridad reinante, reencontrar a Martha, guiados por la luminosa y desafiante linterna de su escritura.

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