Marzo y Orlando

Marzo y Orlando

Escompromiso y ritual. Eludirlo acongoja, envilece. Conscientes de la repetición, con la convicción de que cada vez menos personas compartirán la endecha, recordar a Orlando es imperativo. Ese 17 de marzo es obligada referencia, imprescindible recordatorio para algunos integrantes de dos generaciones. Época de espigas sin siega. Tanto resplandor convertido en fuego fatuo. Ese Orlando que no fuimos ni seremos. Orlando traicionado por seniles portaestandartes de una hazaña ajena. Sitiados por la culpa, acusan antes, para que nadie les recuerde ese momento de vileza y cobardía. Opulentos, construyeron una leyenda ética que el desconocimiento y la complicidad suscriben. Orlando abandonado por la soberbia de algunos pares que ahora se desgañitan usando su nombre y no tuvieron el coraje de escucharlo, creerle y protegerlo.
Mejor conservar la imagen detenida de Orlando, sin misericordia para los felones. Ese de la fotografía inmarcesible. 42 años después y queda Orlando, real y comprometido, ese que no pueden imitar los oportunistas nimbados. Orlando Martínez Howley denunciante y valiente. Lejos de la intolerancia y la hipocresía. El Orlando de Carlos Dore, ese de la amistad irrenunciable y perenne. Amigos desde el pupitre de la Escuela de Peritos Contadores. El Orlando callado y tierno, mirando el mar, compartiendo con Soledad Álvarez el insondable eco de los caracoles. El Orlando de Cuchi Elías, vibrando con las cuerdas de cítaras y guitarras. El hijo de doña Adriana y don Mariano, atado al corazón de José Israel Cuello. El militante comunista, cosmopolita y sensible.
El asesinato del periodista, con o sin sentencia tardía, con o sin página blanco es una lección para unos y otros. Para los legendarios abusadores y para los que pretenden emularlo desde la mentira. Comparar épocas, para simular arrojo, es villanía. Orlando, sin aspavientos, sabía cuál era el precio de su bravura. Multinacionales, políticos, militares, empresarios, embajadas, estaban en sus artículos. El generalato fue azuzado, la archiconocida columna del 25 de febrero del 1975, colmó la copa, devino en inapelable la decisión funesta. Para entender el momento, no es agravio decir que el general Nivar Seijas le entregó el arma que portaba el día fatal. Tampoco es falso afirmar que Gómez Bergés, vecino de Orlando y canciller de la República, le advirtió que estaba planificada su defunción. No enturbia el coraje, la responsabilidad y la constante denuncia del director ejecutivo de la revista “Ahora”, autor de la columna más leída de entonces, “Microscopio”, expresar que Joaquín Balaguer lo admiraba y lamentó el crimen. Font-Bernard afirmó, en una entrevista publicada en este periódico, que la víctima le regaló a Balaguer el libro Juan Salvador Gaviota. “Yo estaba presente cuando Balaguer le advirtió que se cuidara. Le dijo: Joven, usted es muy talentoso, no se arriesgue”.
En una de las audiencias del proceso penal que produjo una sentencia definitiva, 33 años después del asesinato, concebido como “una pela” y “un susto”, uno de los ejecutores declaró: “todo aquel que se arrepiente es un cobarde. No hay tiempo para arrepentirse. Orlando era un comunista de ideología (sic) y su partido mató policías y guardias”. Para el matón: asesinar es de valientes, arrepentirse propio de pusilánimes. De la conmoción provocada por su deceso, 42 años después, queda la persistencia del afecto, la ternura. Hasta los abogados que asumieron las diligencias procesales, abandonaron los estrados y la parte civil que logró la sentencia, estuvo representada por profesionales que apenas balbuceaban el 17 de marzo de 1975. Ahora que cualquier truhán es prócer y hay una alucinación de gloria que mete miedo, reeditar lo escrito es importante. Fenecen algunos símbolos cuando solo son válidos para una generación. Sin embargo, la adolescencia de otrora, siempre repetirá, conmovida, la reseña de aquella noche azul, cuando en la calle José Contreras estaban el silencio y esa pausa larga del fúnebre adiós. La tierra tembló, no es metáfora luctuosa, tembló. Después de ese hachazo homicida, la elegía de Miguel Hernández acompañó el dolor y la derrota. Compañero del alma, tan temprano.

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