Más fuerte que la muerte (crónica de una creación)

Más fuerte que la muerte (crónica de una creación)

Cuando el 7 de mayo, el director del Departamento de Materiales Especiales del Archivo General de Nación  me encargó el trabajo  de curadora  y  de montar la exposición fotográfica y documental del exilio español en República Dominicana, fue como si  de pronto se hubiera abierto una puerta al pasado y después de sesenta años,  en tropel entraran los fantasmas adorables de mi niñez.

La memoria de mi padre y su familia asturiana,  y aquella caravana de primos, primas, sobrinos, tíos  que salían al mundo y recalaban en la casa de papá contando desde distintos ángulos una historia que marcó un antes y un después en España y en el mundo. 

Porque aquella España de 1936, cambió para siempre, y para los que se fueron en 1939, la vida no volvería a ser igual, como tampoco la vida sería la misma para los que los recibimos y nos tocó vivir y compartir su destino.

La llegada de los refugiados españoles a cualquier país de Latinoamérica es un hito imprescindible por ejemplo  en la historia de Méjico, Cuba, Argentina y República Dominicana.

Dice Bernardo Vega que República Dominicana cambió vertiginosamente con la llegada de aquellos 4000 refugiados y que nunca en tan poco tiempo, tan poca gente hizo tanto por un país.

Para los argentinos, y tal vez para la  generación que nació en la posguerra ellos fueron ese humus, esa tierra propicia donde sembraron y creció esto que hoy sintetiza una mujer anciana alimentada con la memoria  de aquella generación de la derrota.

Al cabo de dos meses de trabajo, en la noche de la inauguración Roberto Cassá relató lo que habían significado para los dominicanos que aún  no habían nacido, él estaba contando una experiencia generacional, además de reflejar su pasado familiar y su postura de historiador.

Recordó las tertulias en Méjico, y cuando citó a León Felipe   por mi cabeza  pasó el recuerdo de una larga caravana de personas que pobló mi infancia, donde se conjugaba esa tragedia que significó  la guerra civil española, y donde en extraña mezcla convivían lo heroico y lo abyecto; el honor y la traición;  los tíos perseguidos por ser comunistas masones, y los curas seminaristas  de la familia,  ladrones de los fondos del convento, buscando refugio en Méjico  y justificando en una suerte de picaresca del siglo XVII  la desfachatez del robo o el adorable anarquista catalán, perseguido y casi muerto que llegó a mi infancia  y al barrio para ser mi amigo y mentor y enseñarme lo que hacía una prensa, la literatura y los periódicos.

Cuando Roberto Cassá hizo ese ejercicio de la memoria en mi interior resonó la frase escrita por  Elizabeth Kostova en La historiadora:

Este es el relato de cómo yo, a mis dieciséis años, fui en busca de mi padre y su pasado, y de cómo él fue en busca de su adorado mentor y de la historia de su mentor, y de cómo todos nos encontramos en uno de los senderos más oscuros de la historia.

Es el relato de quienes sobrevivieron a esa búsqueda y de quienes no, y porqué.

Como historiadora, he aprendido que, en realidad, nadie que investiga en la historia sobrevive a ella. Y no sólo es la investigación en si lo que nos pone en peligro. A veces la propia historia nos atrapa con su garra sombría.

 Como la historiadora norteamericana me dí cuenta  ni bien empecé a trabajar que iba a salir de esa experiencia transformada.

Por eso dejé crecer la memoria, volví al barrio pobre de mi infancia y me convertí en aquella chiquilla correteando con los hijos  de los refugiados que habían nacido en el destierro, sentada en las faldas de una abuela española, doña Antonia, una gallega señorial con una cabeza blanca y un encanto sin igual  para contarme, a mí y los chicos del barrio las peripecias que ella, sus hijos y nietos habían corrido para escapar de Franco y el fascismo. Vuelvo a tocar  y oler la ropa cocida a mano por Sofía, la modista madrileña, que entre puntada y puntada  me contaba del Madrid, del No Pasarán y esa barriga cosida a tiros,  la del marido, un gordo inmenso que con voz de tenor cantaba Puente de los franceses,  que lo llevaron al paseo, pero lo dejaron tirado en el fondo del cementerio dado por muerto, ella entonces lo rastreó como una perra de caza, lo buscó,  lo sacó a rastras, lo curó y en un carromato logró sacarlo por el sur de Francia, hasta que recalaron en Buenos Aires en la casa de Angelita,  la amiga de mi mamá… que había llegado con  su madre,  doña Pura,  ellas dos solitas, en un barco,  porque a todos los hombres  de la familia los habían fusilado por mineros, por comunistas y por asturianos.

Y entonces en un entrevero de sur y Caribe, de antillanos y sudamericanos preparé el guión, las fotos, los poemas, las historias de los ocho ancianos qu  e fueron a contar su vida al departamento de fuentes orales, canté las canciones revolucionarias, las que cantaba  Hipólito, un marino republicano, sobrino de mi padre, no  hay quien pueda con la gente marinera, luchadora,  si te quieres venir con nosotros al mar, tendrás que combatir, tendrás que pelear, no hay quien pueda,

No hay quien pueda,  con la gente marinera  luchadora, y me puse a llorar y escuché a Natalia Gonzáles  y reproduje su investigación para que me contara las estaciones del dolor de su familia y de los españoles del exilio y del llanto, en 1939, en un puerto de las Antillas.

Traté de ser rigurosa, severa, respetuosa de la historia y experiencia del país y repetí todo lo que se ha escrito en seminarios, encuentros y memorias del exilio español en República Dominicana. Pero también me dí cuenta que eso era una armazón académica, fría y artificial. Que era como esos  apuros burocráticos para cumplimentar un proyecto y justificar un dinero otorgado.

Es posible que la exposición  fotográfica de Refugiados españoles a República Dominicana 1939- 1940 Más fuerte que la muerte responda a la IX Convocatoria de  Ayudas a Proyectos Archivísticos realizada por la Asociación para el Desarrollo de Archivos Iberoamericanos 2007- 2008.

Pero es sobre todo el compromiso del  Archivo General de la Nación por acercar a la sociedad documentos que representan el acervo intangible de la memoria, del dolor y los aciertos de un pueblo. Guarda la poesía de muchos pueblos. De los que estaban y de los que llegaron. De los que se fueron pero también de los que se quedaron, y contribuyeron a construir el alma nacional. En silencio, anónimos, oscuros.

A mi,  personalmente, me encantó convertirme en un cetáceo prehistórico y hundirme en ese mar profundo que es la historia dominicana. Me apasionó releer 1500 permisos de residencia, y seguirles el rastro para saber como habían vivido, amado, odiado,  como se habían quedado silenciados y anónimos para que Trujillo no los echara y poder sobrevivir.

Me encantó seguir en la Fototeca del AGN el rumbo digno, profético y generoso de Miguel Holguín Veras y además de recordarlo como amigo entrañable, dedicarle la exposición porque es una deuda que tiene el pueblo dominicano, los intelectuales y los trabajadores de la cultura con un archivero de corazón y un dominicano patriota.

De pronto, me dí cuenta que me encantaba haber vivido casi treinta años entre dominicanos y conocer tanto de su historia y tribulaciones como para animarme a ser desenfada y contarlos como propios,  aún no siendo una de ellos.

Me hizo feliz hasta la extenuación encontrar una camada de muchachos y muchachas jóvenes que de pronto se acoplaron a un proyecto que no era la estéril respuesta un compromiso internacional, sino que ellos de alguna manera inconsciente respondían como un compromiso ancestral  a ese llamado de la sangre, ese homenaje, ese  compromiso,  ese encuentro solidario  de la comunidad sin distinciones ideológicas, de credo, condición social o raza.

Al final, y a días de la presentación me di cuenta que había cosas que no podíamos hacer, murales que no podíamos levantar, textos que no podíamos reproducir …

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