Más intercambio de líquidos corpóreos

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Para seguir con un tema de la semana pasada, tras la muerte de Isabel I y el período dictatorial de Oliverio Cromwell, la monarquía inglesa fue restaurada con la coronación de Carlos II (1630-1685), quien reinó desde 1660 hasta su muerte, un cuarto de siglo después. Fue conocido con el mote de “monarca gozón”, por su espíritu gregario y debilidades carnales. Su esposa, Catalina de Braganza, hija del rey de Portugal, nunca pudo concebir hijos, pese a lo cual Carlos II jamás intentó divorciarse. En lugar de ello, tomó muy en serio aquello de que un rey debe ser como un padre para sus súbditos y se dedicó a embarazar a cuantas mujeres pudo, al punto de desconocerse el número exacto de sus muchas docenas de hijos.

Carlos II redactó un código de ética sexual según el cual “Dios jamás podría tomarle en cuenta a algún hombre la búsqueda del placer inocente”. El Creador, según Carlos II, sólo rechaza “la maldad y la malicia, no los actos de amor”. Fiel a su propio código, Carlos II nunca trató mal a ninguna de sus innumerables amantes. A muchas de ellas, tras concluir el período de encandilada pasión, las despachaba con una pensión, un título nobiliario y alguna casa en el campo.

Tras el reinado de Carlos II, la realeza británica entró en un período de relativa quietud sexual. El aburrimiento alcanzó su clímax con la coronación, en 1837, de la reina Victoria (1819-1901), cuya época de hipócrita recato y represión sexual fue bautizada en su honor como la era victoriana, influyendo grandemente las artes.

Victoria mantuvo un matrimonio ejemplar, al menos en cuanto a no propiciar grandes escándalos sexuales, con su primo-hermano alemán el príncipe Alberto. Tras muchas décadas de reinado, el único asomo de indelicadeza de la reina Victoria fueron sus frecuentes pasadías privados con su valet John Brown, celebrados en una cabaña discretamente retirada de su residencia, donde –según algunos biógrafos– se consumían grandes cantidades de whisky.

A tal punto creó fama como incapaz de cualquier infidelidad, incluso en su viudez, que su gran amigo Benjamin Disraeli, quien fuera varias veces primer ministro, rechazó que la reina Victoria le visitara en su lecho de muerte. “¿Para qué?”, dicen que se preguntó Disraeli, “si ella sólo me pediría que le lleve algún mensaje a su esposo Albert”.

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