Más sobre igualdades y desigualdades

Más sobre igualdades y desigualdades

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
No hay nada nuevo en decir que la destrucción es creadora. Lo que desaparece deja un espacio para que algo lo sustituya. Puede ser mejor o peor. A menudo algo igualmente defectuoso e injusto, pero vestido con traje nuevo.

El humanismo, es decir, el conjunto de tendencias intelectuales y filosóficas que se ocupan del desarrollo de las cualidades fundamentales del humano, desde que los griegos lo presentaron como ideal, es concebido como el esfuerzo mediante el cual el humano (entonces no había que especificar, los hombres, las mujeres, los niños y las niñas) aspiraba a ser libre para su humanidad, llegando a ella por su dignidad. Pero, como se sabe, en la Polis griega esta condición era para una minoría calificada: sólo eran libres los ciudadanos, no los esclavos y «bárbaros” como llamaban a los extranjeros. Entonces la Democracia, en verdad, nunca ha sido equivalente de igualdad, ni siquiera en las doradas nostalgias de un mundo griego fantaseado y ficticio.

Ni Platón, ni Aristóteles, ni luego los juristas romanos se plantearon el problema de la libertad del humano. La separación entre esclavos y seres libres era, para ellos, absolutamente natural.

Quiero insistir, continuando ideas de otros artículos, en que la igualdad humana es imposible. La naturaleza misma nos lo muestra a diario y por todos lados. El prodigio mayor de la Creación es, para mí, la irrepetibilidad de todo lo creado.

Pero vivimos envueltos en las mentiras demagógicas de los políticos que buscan votos electorales con ofertas de igualamientos imposibles.

¡Vamos a hacer! ¡Vamos a hacer! ¡Vamos a hacer!

Y hablan de libertad y de derechos respetados. Pero ¿los respetan acaso?

En aquella campaña electoral en que, ya descabezado el régimen de Trujillo -naturalmente- se enfatizó que el abuso salarial contra las trabajadoras domésticas «que eran tenidas como esclavas» iba a desaparecer, obligando a que se beneficiara con un importante aumento de sueldo a estas laboriosas mujeres y a la vez marcando una distancia -nunca antes tenida en cuenta- entre patrones y empleadores. El asunto se disolvió como sal en el agua. Una vez en el poder, no sucedió nada. Los salarios quedaron iguales, pero se había creado un odio de clase. Aquellas trabajadoras domésticas que eran ya parte de la familia, porque habían visto nacer los hijos de sus empleadores, a veces los habían amamantado (yo fui lactado por una corpulenta negra llamada Aurora, porque mi madre no podía hacerlo, y la dulce morena se consideraba y era considerada mi madre de leche), aquellas trabajadoras domésticas -repito- aunque no Aurora, se fueron alejando del ambiente de cariño que había existido y que saltaba feliz sobre generaciones: abuelos, hijos, nietos. Aunque habitaban en casuchas destartaladas las que no vivían con la familia empleadora, «eran» familia, existía una cercanía emotiva. Se les auxiliaba respetuosamente cuando alguien enfermaba, se les bautizaban los hijos, se les solucionaban problemas..

Pero todo fue hondamente afectado con aquella campaña política. Se creó un odio de clase, rompiendo una tradición de cierta homogeneidad social carente de rudeza e inhumanidad, que venía siendo una realidad nacional desde el siglo dieciséis en adelante, cuando la pobreza unificaba y las carencias hermanaban.

Recuerdo la enorme sorpresa que me causó, siendo un joven, saber que ciertas familias disponían dos menús a diario: uno para los dueños de la casa y otro para la servidumbre.

Hoy resulta desconcertante, especialmente porque tal menú de la servidumbre solía incluir con cierta frecuencia locrio de bacalao noruego o arenque con plátanos que resultan costosos platillos gourmet en nuestros días.

Ya nuestros políticos no están incentivando la lucha de clases. Eso pasó. Ahora han variado el enfoque: Todos tenemos derecho a yipetas, a tomar vino (que el maravilloso conversador que es Euclides Gutiérrez Félix dice que no es aconsejable para los morenos como él o más teñidos), todo el mundo tiene derecho a «buscársela» (no lo aconseja Euclides, que es duro con los evasores, ladrones y «gallolocos») pero la realidad es que parece que la única igualdad que tenemos es la de «galloloquear» y estafar, tanto al Estado como a la población.

Y no hay a quién quejarse.

Las palabras han perdido fuerza.

Mi siempre consecuente amigo Dr. Balaguer se la quitó. Los demás han seguido la enseñanza.

Pero, lamentablemente, uno ocasionalmente echa de menos las minuciosas lecturas que se realizaban en la Era de Trujillo, cuando lo que se escribía era importante y, antes del desenfreno enloquecido del final, lo escrito traía soluciones, premios o terribles castigos.

Sí, la destrucción es creadora. Hay cosas que destruir. Pero pongamos cosas buenas en el vacío.

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