Más sobre lo inexplicable

Más sobre lo inexplicable

No sabría puntualizar desde cuando fue, ni interesa, pero hace mucho que empecé  a aceptar dócilmente lo inexplicable. En mi adolescencia se me despertó una vigorosa atracción por Shakespeare, tan pronto como tuve un leve contacto con fragmentos dispersos de su obra. ¿Cómo sucedió que luego, alguien  apenas conocido,  me obsequiara un valioso tomo con las obras completas del genio de Stradford? El libro había caído en sus manos cuando  transitaba en el Subway de New York. En la portadilla interior se lee: “Property of Frank J. Coleman, N.Y.C. Nov. 20, 1927”. No había sido posible contactar al propietario. El libro vino a mis manos a principios de los años cincuenta.

Múltiples mudanzas y extensos viajes llegaron en cadena. Mi biblioteca permaneció aquí al supuesto cuidado de una familia  considerada honesta. Fue Arístides Incháustegui quien,  dolido, me informó en París que  mi biblioteca estaba a la venta en aceras de la Avenida Mella. Pero Shakespeare sobrevivió. Lo encontré intacto, aguardándome. Así la boquilla de cobre del bombardino de mi abuelo Laíto  Prestol (apodo de  Etanislao Gimbernard).

Shakespeare y la boquilla del abuelo, negados a perderse están junto a mi mesa de trabajo, diciéndome cosas.  Mi abuelo me recuerda el “dolor del mundo” y Shakespeare, entre otras cosas, me dice con palabras de Hamlet a su amigo Horatio que “Entre el cielo y la tierra  hay más de lo que ha soñado la filosofía”.  Se trata de lo inexplicable.

   ¿Y  puede haber algo más inexplicable que lo siguiente?

   La virtuosa pianista Miriam Ariza y la extrovertida arpista Mirla Salazar se interesaron   -años setenta- en la realización de un programa televisivo titulado “Rincón del Arte”. Hacía falta patrocinio. Me ofrecí a ayudarlas.  La primera visita que realizamos los tres, fue a la Confederación del Canadá, una Compañía de Seguros encabezada por Quililo Villanueva, a quien yo nunca había tratado. Nos recibió gentilmente, aprobó  el patrocinio y nos invitó a comer en un elegante restaurant. En cierto momento le dijo a Miriam -mi esposa- que yo era excepcionalmente honrado, que hacía más de diez años me había visto en el aeropuerto Idlewild (hoy Kennedy) sentado en un apartado banco, solo, con la vista baja.   Se acercó sigilosamente, y sin hablarme ni hacerse notar, introdujo en un bolsillo de mi abrigo tres billetes de cien dólares, marchándose de inmediato.

Yo viajaba desde Alemania con toda mi familia y ya en el aeropuerto le di a los niños los últimos dólares para que compraran dulces. Entonces resultó que, extrañamente, la cartera con los boletos aéreos, que mantenía cuidadosamente en un bolsillo interior,  no aparecía.  No tenía dinero para regresar a la casa donde estuvimos alojados. No conocía a nadie que pudiera socorrerme. Desconcertado, entregado a Dios, minutos después me levanté y al meter la mano en el bolsillo exterior del abrigo, donde únicamente guardaba la bufanda,  encontré los trescientos dólares. Regresamos a Manhattan. Los boletos estaban enganchados en un recipiente con frutas de plástico.

Según contaba Quililo Villanueva, le devolví el dinero en su oficina de Santo Domingo.  No me explico cómo pude habérselo devuelto, si hasta ese momento en el restaurante, no sabía quién había deslizado ese dinero en mi bolsillo.

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