Más sobre panfleteros de San Juan

Más sobre panfleteros de San Juan

NELSON BUTTÉN VARONA
Tan pronto el Intendente, Fabio Mendoza, terminó de hacerme saber el interés del general Rodríguez Reyes, se levantó de su asiento y caminó a pies junto a mí unas siete cuadras, hasta la sede de la Tercera Brigada del E. N. Ya en el antedespacho, me sugirió esperar allí y penetró solo al despacho. Unos diez minutos después, el General me llamó desde adentro por mi apellido. Me senté de inmediato frente a él, pero me ordenó levantarme y permanecer parado.

Con voz autoritaria me preguntó: dónde está el papel? Le respondí en los términos siguientes: «General, yo le voy a hacer la historia del papel». Y procedí a repetir el cuento hecho al funcionario de Educación allí presente. Cuando terminé, llamó a un oficial de su antedespacho y le ordenó hacerme una depuración. En una oficina aparte fui sometido a un interrogatorio sobre los nombres y apellidos de toda mi familia y vinculados a ella. Usando una máquina de escribir y un formulario con el membrete del Servicio de Inteligencia Militar (S.I.M.) fue realizada la depuración.

Puesto el formulario en manos del General, éste volvió a llamarme. Después de darle lectura en mi presencia, me inquirió sobre la procedencia de mi apellido. Le respondí que mi abuelo fue un inmigrante martiniqueño. Seguido agregó: «Mire, quien está tirando los papelitos sabe que usted está aquí y lo está esperando en la esquina del Bar Tupinamba, para preguntarle qué le dijeron aquí».

Con esas expresiones el General levantó mis ánimos, al interpretar que él había creído mi cuento. De pronto me los tumbó de nuevo, pues agregó lo siguiente: «Mire, en sus manos desapareció el papelito y en sus manos tiene que aparecer». Pero me los elevó otra vez, al decirme: «lo voy a despachar, pero tan pronto aparezca otro letrero o papelito contra el jefe lo vamos a meter en chirola».

Ya en mi casa, guardé silencio sobre lo que me acontecía. A pesar de mi juventud, 19 años, sabía que la situación política del país me exigía calcular con frialdad mis pasos inmediatos y, además, que lo primero que necesitaba era inyectarme una buena dosis de valor, pues así podía manejar mejor mi grave problema.

Mi problema era la amenaza del General, de encerrarme tan pronto apareciera otro letrero, porque de seguro que el panfletero de las letrinas pronto repetiría su acción. La solución fue montar una estrategia, la cual no me fue difícil concebir, para evitar el encierro, sin importar la continuación de la campaña antitrujillista con panfletos en el área de la escuela. Para los fines de mi proyecto, creí tener a mi favor el que un hijo del jerarca militar, llamado Luis Rodríguez Landestoy (Guego), era mi condiscípulo, porque involuntariamente iba a ser testigo de lo que yo haría en lo adelante.

Al otro día, martes, inicié la ejecución de mi estrategia, llegando a la Dirección de la escuela antes de subir la bandera. Le informé al director la amenaza del General y le  expuse lo siguiente: «llegaré todos los días a la escuela a sentarme en la Dirección; partiré hacia mi aula acompañando al profesor de la primera hora de clase y terminada ésta regresaré a la Dirección acompañando a este profesor; regresaré de nuevo al aula acompañando al profesor de la segunda hora de clase y terminada ésta volveré a la Dirección acompañando al mismo profesor. Seguiré haciendo lo mismo con los restantes profesores de cada día, y durante el recreo no saldré de la dirección, para cuando aparezca un nuevo letrero o papelito nos lleven presos a todos».

Tal como lo planifiqué. Como al octavo día de mi peregrinar dentro de la escuela con mis profesores, en horas de recreo entró con premura a la Dirección un estudiante, hijo de un capitán del E. N., y dijo en voz alta a la profesora Nelsa Batista, única presente en la oficina, «profesora, en la letrina hay un letrero que dice abajo Trujillo». Asomé de inmediato a la puerta de la calle localicé al director y le transmití la información acabada de llegar. Parece que con este acontecimiento el General dejó sin efecto su amenaza, pues no volvió a requerir mi presencia ante su despacho.

Medio tranquilo, en diciembre asistí a un baile de graduación de nuevos bachilleres en el hotel Maguana. Ya avanzada la noche, entré a uno de los sanitarios y encontré allí, de espaldas, al estudiante Braulio García escribiendo en la pared la frase «Abajo Trujillo». Sintiendo que alguien entró, se viró y me miró con una sonrisa de borracho. Sin pensarlo, salí raudo del lugar sin satisfacer mi necesidad fisiológica. A partir de ese momento pensé que probablemente él era el panfletero de las letrinas.

Con el precedente relato he cumplido con el objetivo indicado al comienzo. Sin embargo, a 46 años de la muerte del dictador, con tantas inmolaciones arrastradas por 31 años de jornadas patrióticas contra su régimen, la profunda crisis social dominicana, en todas sus manifestaciones (educativa, salud, pobreza, moral, etc.), me exige despedirme, sin posibilidad alguna de arrepentirme, con una amarga reflexión. No valió la pena.    

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