FEDERICO HENRIQUEZ GRATEREAUX
Al hablar de las dificultades de una persona que ha perdido el empleo, en Santo Domingo suele decirse: El pobre «está matando leones a sombrerazos». Esa expresión la oí muchas veces en boca de mi padre. Con ella quería enfatizar que tal o cual individuo se encontraba luchando, en circunstancias adversas, con armas endebles o ineficaces. Al oír la frase yo imaginaba un terrible león rugiente que cerraba los ojos, o movía la cabeza, para esquivar un sombrerazo, ya a punto de dar el zarpazo mortal al desdichado propietario del sombrero. En el mejor de los casos, el león habría podido ser ahuyentado por unos instantes, si le caían pajas en los ojos.
Tratar de matar a una fiera asestándole un sombrerazo, es un empeño condenado de antemano al fracaso. Las lenguas apresan en formulas breves las situaciones vitales mas complejas. Estos aciertos expresivos son el asombro de lingüistas y filósofos.
En nuestro país la mayor parte de los ciudadanos está enfrascada en la temeraria tarea de «matar leones a sombrerazos». No me refiero solo a los problemas económicos resultantes del desempleo o de la inflación de los precios; es claro que dichos asuntos pueden crear obstáculos parecidos a la presencia de un león. Las imposibilidades económicas muerden con afilados colmillos a las familias dominicanas. Pensemos en cuanto les cuesta a una joven pareja de recién casados el alquiler de un apartamento pequeño. Averigüemos que porción del sueldo de un «cabeza de familia» se consume en el supermercado, en el alquiler y en el transporte. Agreguemos el coste de colegios, libros de texto para los niños, atenciones de médicos y odontólogos. Y, además, ropas, uniformes escolares, juguetes educativos. Concluiremos en que están acercándose a la necesidad de «matar leones a sombrerazos».
Las cuestiones económicas no terminan ahí, pues ciertos electrodomésticos han alcanzado precios astronómicos. Un automóvil compacto, de bajo consumo de combustible, cuesta ahora lo mismo que antes costaba un carro de lujo. Para sostener una casa en pie es imprescindible contar con una cisterna o un tinaco -o ambas cosas a la vez-, una bomba de agua con su correspondiente tanque, una planta eléctrica, tal vez un inversor. El mantenimiento de todos estos enseres domésticos pende del cuello de las clases asalariadas, aquellas que pagan impuestos de manera automática, puesto que les son descontados de los sueldos que reciben. La clase media entera, con sus tres estratos, es afectada por la ineficiencia de los servicios públicos. Las masas populares sufren aun más que la clase media. Les toca una gran porción de las limitaciones de esta ultima pero mayores «raciones» de inseguridad, delincuencia, indefensión.
Los dolores económicos causan enormes perturbaciones; no obstante, la gente suele adaptarse a la escasez con filosófica resignación. No así a la injusticia, a los abusos que, en adición, debe contemplar todos los días. En las calles y en los periódicos se exhiben, como en escaparates de grandes tiendas, las pruebas de la impunidad de que disfrutan los delincuentes en la República Dominicana. El cinismo de políticos y funcionarios corrompidos causa mas irritación que la pobreza misma. A la estrechez de medios terminamos por acostumbrarnos. Pero no a las marrullerías y virtuosismos retóricos de cientos de sinvergüenzas que pululan en la vida publica de nuestro país. Tengo un amigo muy ingenioso quien afirma que no es cierto que practiquemos la formula de «borrón y cuenta nueva», para zanjar las culpas de quienes malversan fondos del erario; en realidad, dice ese amigo, solo se trata de «borrón», porque la cuenta es siempre la misma, de un gobierno a otro. Es una cuenta vieja, «vieja de toda vejez».
Sin embargo, el empobrecimiento puramente económico de la sociedad dominicana, la corrupción administrativa, e incluso el encanallamiento que acompaña ambas cosas, no constituyen lo peor de nuestra situación colectiva. Es obvio que son dos problemas de importancia. Ahora bien, por encima del empobrecimiento y la corrupción está la delincuencia. La impotencia para frenarla ha ido segregando amargura en una medida difícilmente ocultable por las buenas maneras o las actitudes diplomáticas. Esa amargura abarca individuos, grupos y clases. Dondequiera que usted indague encuentra un furor retenido por la conciencia de la propia debilidad. Los delincuentes pueden cómodamente robar bienes, lo mismo joyas, dinero o vehículos. La policía encubre, los tribunales aplazan, los políticos mienten, los funcionarios inventan tributos para extraer mas recursos de nuestros bolsillos. Los barrios pobres, las urbanizaciones de ricos y de clase media, están igualmente poblados por rateros, asaltantes, ladrones de automóviles, vividores y maleantes. Para defendernos de esa escoria humana disponemos únicamente de las manos y el sombrero. Es preciso sacar fuerzas de flaqueza y organizarse para resistir. El gran poeta Cesar Vallejo escribió: «La cólera del pobre tiene un aceite contra dos vinagres». Sirvámonos, pues, de la sibilina sentencia de este poeta «experto en sufrimientos». Es absurdo e inútil continuar, pasivamente, «matando leones a sombrerazos».
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