Max Weber en Afganistán

Max Weber en Afganistán

Eduardo Jorge Prats

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En Afganistán se ha evidenciado claramente el fracaso de tres objetivos de la intervención militar estadounidense: la de la construcción del Estado (“state building”), la de la fundación de un sistema democrático (“regime change”) y la del establecimiento de un sistema jurídico racional para una economía de mercado capitalista.

No es culpa solo de la ocupación sino también -y sobre todo- de un histórico déficit académico: la inexistencia de una ciencia, de una ingeniería constitucional de la [re]construcción estatal, democrática y jurídica. No lo digo yo, lo dice Francis Fukuyama:

“Afganistán jugó un papel importante en mi propio desarrollo intelectual. Tras la intervención de Estados Unidos allí en 2001 y la invasión de Irak en 2003, Estados Unidos presidió dos países cuyos estados se habían derrumbado por completo.

Me sorprendió que la ciencia política contemporánea no tuviera prácticamente nada que decir sobre cómo se construyeron los Estados a partir de situaciones tan caóticas. Todo el enfoque de la disciplina asumió la existencia de estados, y su ala de elección racional vio el problema principal de la política como una restricción y control del Estado en lugar de construirlo y fortalecerlo.

Me di cuenta de que yo mismo no tenía idea de cómo surgieron los Estados y había subestimado en gran medida la importancia de tener un estado en mi trabajo anterior. Esto me llevó a una serie de libros, incluidos State-Building, Nation-Building, America at the Crossroads y, finalmente, The Origins of Political Order, en los que miré el registro de la formación histórica del Estado (“No decent Interval”, American Purpose, 16 de agosto de 2021).

El Estado en Afganistán -pese a la presidencia de un experto en estados fallidos- nunca logró, conforme la canónica definición de Estado de Max Weber, monopolizar el uso de la violencia legítima. Tampoco pudo ponerse en pie un sistema electoral y de partidos que garantizase la articulación de los intereses del electorado.

Y, lo que es peor, en un país plagado de corrupción, narcotráfico, violencia institucionalizada, economía rentista e ineficiencia estatal, no se pudo garantizar el funcionamiento de un orden jurídico que garantizase eficazmente la certidumbre de la propiedad, las transacciones privadas y derechos mínimos de las personas.

Paradójicamente, y como bien advierte James E. Baldwin, comentando la obra “Rebel Law: Insurgents, Courts and Justice in Modern Conflict” de Frank Ledwidge (20 de septiembre de 2017, LSE Review of Books), “los talibanes se ganaron una reputación de brindar justicia en el contexto del caudillismo desenfrenado de la década de 1990” pues su atractivo “se basaba tanto en la justicia como en el carácter específicamente islámico de su régimen legal”.

La justicia de la sharía, aun cruel, era preferible como sistema previsible e incorruptible de reglas, a la “racionalidad” de un Derecho importado de Occidente que se prestaba al abuso del más fuerte y rico.

Mirémonos en el espejo de Afganistán -y de Haití y Venezuela-. Como bien demuestra José Ignacio Hernández (“El derecho constitucional transformador y la fragilidad estatal en América Latina”, Revista Derecho del Estado, Universidad Externado de Colombia), no debemos regocijarnos en no ser un Estado fallido pues “todo Estado tiene fallas de capacidad estatal”, puede ser un “Estado frágil”, no un “Estado fallido”, pero sí, en palabras de José Israel Cuello, un “Estado fallando”.

El Estado no logró monopolizar uso de la violencia legítima en Afganistán

No nos regocijemos en no ser Estado fallido, pues “todo Estado tiene fallas

Mirémonos en el espejo de Afganistán -y de Haití y Venezuela-

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