Me derrotó el Estado. ¿versión II?

Me derrotó el Estado. ¿versión II?

Con esa frase lapidaria  sellaba Danilo Medina su derrota sufrida  en manos del candidato opositor del PRD,  Hipólito Mejía, en la contienda electoral  por  la presidencia de la República (2000-2004). Señalaba la causa, sin explicar motivos.  Denunciaba  que los recursos del Estado no habían sido volcados en su favor, como ha sido práctica consabida, aunque ilícita,  de cuantos gobernantes  en el poder se creen con derecho de disponer, como cosa propia, de los fondos públicos y de los incontables recursos del Estado para favorecerse a sí mismo o al candidato de su partido, según el caso. En esa ocasión, el candidato del partido oficialista dejaba entrever que el Jefe del Estado prefirió favorecer al candidato del PRD antes que a su propio partido. El  imaginario popular sacaría sus conclusiones.

Conjeturaría que el Presidente optó porque se perdieran esas elecciones, eliminando al candidato de  su partido, antes que  arriesgarse a perder  su liderazgo personal, dentro y fuera del partido, en un país sobradamente presidencialista y populista. La Constitución del 98 prohibía la reelección inmediata y  garantizaba su postulación  en  las próximas elecciones (2004-2008). Fracasado su candidato,  el partido morado no tendría  otra opción que no fuera la suya propia en una nueva contienda. Y su cálculo le salió bien. Mejor de lo pensado, pues su  mandato duró ocho años, gracias a la reforma Constitucional del 2002, y el acuerdo de las corbatas que le permitiría consolidar el poder real, y volver concentrándolo todo en sus  manos.

Cualquier  lector, medianamente curioso, encontraría acertado su proceder, bastándole  revisar alguna de “Las 48 Leyes del Poder”, de Robert Greene  o  las sabias orientaciones de “El Príncipe”, de Maquiavelo. Más de una ilustran esos textos que explican ese accionar político donde el fin justifica los medios, no solo del tirano desalmado, inescrupuloso; también del gobernante simulador, oportunista, hijo de las circunstancias, que hace del quehacer de político no una cuestión de principios y valores que atentan  la  incontenible ambición del poder personal.

Ahora el escenario ha cambiado. La conveniencia política reclama una nueva  táctica, otra estrategia. Todos los recursos del Estado para el candidato del partido y  la Primera Dama, su compañera de boleta. Danilo, satisfecho, afirmaría: “Margarita y Leonel impulsarán la campaña”. La suerte está sellada: “Que nadie lo dude, éste que está aquí –proclama entusiasmado- será el próximo presidente de la República”.  Aliado al poder,    ya no le teme.  El temor puede que anide en otro lado. La victoria deberá ser convincente y  limpia, porque el pueblo quiere vivir en paz.

Pero ¿qué pasaría si la torta se vira y fallan los vaticinios? Nadie podría asegurar que los que cantan victoria, aceptarán gustosos la derrota, como tampoco que el candidato derrotado, que se cree ganador, se resignaría  confesando, cándidamente: “Me derrotó el Estado”, como hecho irreversible. El triunfalismo, como quiera que se mire, suele ser mal consejero y harto peligroso. El pueblo, diría el poeta,  “no quiere más que paz. Un nido de constructiva paz, en cada palma… ” Y eso hay que construirlo, preservarlo y garantizarlo,  a toda costa y  en buena lid. La patria lo necesita.   

Publicaciones Relacionadas