Me quito el sombrero

Me quito el sombrero

Acudió, visitó y venció. Juan Bautista Díaz Cuevas me preguntó por él en su programa de televisión. Afirmé, sin titubeos, que ganaba  Pero como en el personaje del Doctor Merengue, tras de mí surgió el pícaro otroyo.  En muchos asuntos de la vida tenemos más de una opinión.

Callamos si por razones de cortesía son lacerantes las verdades.

Diletantes, en la mayor parte de las ocasiones, peroramos para no decir nada.

Aquello que me sopló al oído el Doctor Merengue, y no quise decir a la teleaudiencia, se resume en esta expresión: “puede triunfar aunque tiene que fajarse. Y duro”.

Es evidente que se fajó, pues ganó. Me quito el sombrero, por consiguiente, ante el imbatible Amable Aristy Castro.

Por pedido militante concurrí, en oportunidad anterior, a la provincia La Altagracia para fungir de supervisor de unas primarias.

Al entrar a la capital de la demarcación jurisdiccional, me presenté a la basílica consagrada a la María a la que el arcángel Gabriel saludó como mujer de alta gracia.

 Invoqué al Señor, pues sentía extraña la encomienda que se me asignaba.

Luego de permanecer de hinojos ante el que todo lo hizo, la llamé. “Acuérdate, le dije, de hablar con tu Hijo”. Todo transcurrió como miel sobre hojuelas, pues la tarea se cumplió sin obstáculos.

Al retorno, mis hijos menores –uno de los cuales trata de desentrañar los secretos de Amable-, me interrogaron. Escueta, mi respuesta se limitó a sintetizar lo visto: “Es dueño de la Provincia”.

Ahora, sin embargo, luego de expresarle a Díaz Cuevas que los peledeístas ganarían, pensé dos veces lo de Amable. Me sobresaltaban expresiones de peledeístas higüeyanos, que afirmaron que Amable no es invencible.

A unas horas de contarse los votos, Amable emergía de la batalla con flamígera bandera colorada. Lo interesante es que él mismo se retó.

Decidió pasar por encima de un primo hermano, de un aprovechado partido de gobierno y de su propia organización que negoció un pacto de bisagra.

“¡Yo no!, pareció decirle a todos. ¡Yo voy solo!”. Y solo ganó. Por ello me quito el sombrero, admirado de su logro.

En el proceloso mar de espumas con acentos de lilas, Amable conduce su barco de cuyo mástil penden trémulos, los jirones del rojo bermellón.

“¡Buenos días su mercé!, digo al levantar mi sombrero, cuando en lontananza diviso ese lábaro que todavía él conserva ondulante y sin manchas.

Y la brisa que fue aleve para tantos menos para él, trae de vuelta mis palabras. “¡Buenos días su mercé!”. Y también ella se quita el sombrero.

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