Media naranja

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La suspensión de una insignificante asignación de cinco mil pesos mensuales por parte de la Secretaría de Cultura hizo desaparecer, supuestamente, una de las más hermosas tradiciones navideñas de la Ciudad Colonial: el tierno espectáculo que representaban los Niños Cantores alegrando el entorno con sus divertidos villancicos que despertaban el día llenando de sonrisas los rostros de todos los vecinos que los acompañaban entusiasmados desde sus vetustos balcones y ventanas.

Según informes, Cultura dejó de pagar la suma al profesor Domingo Pérez, quien se trasladaba con su órgano al sector a ensayar con el inmenso grupo de niños y niñas que desde mediados de noviembre, hasta el Día de Reyes, inundaban la zona de gozo con sus voces infantiles invitando a abrir las puertas, a cantar, rememorando con panderetas e infantiles trinos el glorioso nacimiento del niño Dios.

La celebración se mantuvo durante casi diez años gracias a la iniciativa de doña Casilda Reyes Gómez, que fundó el coro y que acogía entusiasmada en su hogar de la Sánchez a la inquieta chiquillada deseosa de levantar los ánimos de jóvenes y adultos, al menos en estos días de Pascuas. Ella y sus vecinos les proporcionaban bocadillos, emparedados, té caliente de jengibre y un espacio para reunirse, preparar el ameno repertorio y salir a invadir los aires con sus voces inocentes que eran respaldadas y recibidas entre aromáticos sorbos de café, con sabrosas porciones de torta de maíz.

No sólo se revivía una preciosa costumbre ancestral, como son las mañanitas, asaltos o parrandas, sino que se unía a los moradores de la vieja ciudad en espíritu festivo. Las criaturas, de entre siete y diez años, con sus túnicas blancas y sus boinas rojas motivaban a mayores y niños que les abrían sus puertas conmovidos, agregándose al matinal recorrido por esas históricas calles coloniales. Hasta los enfermos del hospital Padre Billini se levantaban de sus camas a aplaudirlos y seguir con voces débiles el regocijado cantado navideño.

Una decidida colaboradora de esta preciosa costumbre fue doña Gisela, la popular dama de los pastelitos de la Santomé, que no sólo les servía desayuno y aromático chocolate a los pequeños sino que les obsequiaba juguetes. De otros puntos de la Capital la gente madrugaba para ir a caminar, cantar, animarse el alma con estos chicos hoy tristes porque la mezquindad, al parecer, acalló su alborozado canto.

Durante meses, según me enteré, la propia doña Casilda aportó de su peculio lo que pudo, a falta del pago de Cultura. Pero los presupuestos familiares tienen hoy más limitaciones que nunca y no le fue posible seguir supliendo la mínima, casi simbólica cuota del profesor Pérez.

Así murió una tradición que encendió las madrugadas de la zona, llevándose de paso la ilusión y el júbilo de esos infantiles cantores que ya eran radiante símbolo de amor, paz, y avivamiento en estas habituales fiestas de diciembre.

Por no pagar cinco mil pesitos al mes, supuestamente.

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