ÁNGELA PEÑA
Época estresante
Las religiones y los movimientos dedicados a elevar la espiritualidad son reiterativos en sus llamados invitando a prepararse para recibir y contemplar el nacimiento de Cristo en tranquilidad, libres de resentimientos y rencores, rebosantes de amor, con el pensamiento dispuesto a la reflexión y el corazón alegre sin que ello implique esa tanda de cansancio intensivo en que se ha convertido la época navideña.
Sin embargo, el ajetreo se inicia en noviembre al abrir armarios y baúles para sacudir, reponer y colocar el arbolito con su infinidad de adornos. Si el año anterior se dañaron algunos, hay que trasladarse al comercio a buscar sustitutos.
A la decoración siguen los regalos con el consiguiente dolor de cabeza que representa adivinar lo que puede ser del agrado del obsequiado. Las páginas de las agendas se sobrecargan de invitaciones a cenas, fiestas, angelitos, aguinaldos, agasajos y otros encuentros y desde el mismo día uno hay que comenzar a descartar visitas y a excusarse. Algunos, sin embargo, deseosos de complacer a todos se pasan este tiempo en recorridos interminables con el fin de que nadie quede inconforme ni se sienta despreciado.
La gente anda en un patín, la mente no alcanza para programar llamadas ordenando y reservando platos especiales para las cenas de Nochebuena y Año Nuevo. El tránsito es un caos después de la entrega del doble sueldo y en las tiendas y los supermercados no cabe un respiro. Las paradas de guaguas que viajan al interior son un mar humano de gente ansiosa de viajar a reunirse con familiares lejanos mientras la ruta al aeropuerto es una caravana de padres, hermanos, esposos, hijos que se trasladan a esperar a los ausentes. El alcohol hace sus estragos en estómagos y cerebros débiles, postrando a víctimas de resacas increíbles, y las emergencias se abarrotan de intoxicados de comida y ron o de accidentados por la prisa de llegar a tiempo en veloces carreras de automóvil.
En lo que menos se piensa es en el significativo acontecimiento que se conmemora. En un impresionante trabajo sobre «El significado del Adviento», Charles Moore expresa que «diciembre pasa volando en un zarandeo de actividades, y lo que llaman la época navideña resulta ser la época más estresante del año». Esa es la patética verdad de la que sólo escapan los que se tornan nostálgicos y, por lo tanto, indiferentes a estas fiestas. Los demás llegan a enero arrastrando los pies, ojerosos, hechos trizas y desanimados. El fuete de diciembre los destruye. Es que el bombardeo de música navideña, el recuerdo reiterado en la publicidad, las luces, los montantes y fuegos artificiales contagian al más insensible por más promesas de recogimiento que hiciera el año pasado cuando le llegó el Nuevo convertido en un desastre humano.
«¿Cuántos de nosotros recordamos las realidades duras de la primera llegada de Cristo: el establo frío y húmedo, la noche fría, la puerta cerrada de la posada? ¿Cuántos compartimos el anhelo de los profetas de la antigüedad, quienes esperaban al Mesías con una intensidad tan ansiosa que previeron su llegada miles de años antes de su nacimiento?», pregunta Moore.
Ya hay personas que han tomado en serio el desgaste físico y la zozobra emocional que proporciona el corredero de estos días y están imitando a contempladores, iluminados, anacoretas y religiosos que prefieren el retiro al bonche interminable de la Navidad que a veces, más que motivo de acercamiento, esperanza, bendiciones y paz, resulta ser el tiempo más frustrante y agotador del año. Muchos la aguardan con entusiasmo, otros ruegan para que pase rápido. Hay que tomarla como un bolero, suave, y almacenar impulsos para sorprender al año entrante renovados de cuerpo y de espíritu.