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Cuando los hijos se desvÍan

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ÁNGELA PEÑA
Así como abundan en esta sociedad padres irresponsables de las obligaciones económicas, psicológicas, emocionales, educativas para con sus hijos, hay otros que se toman esa función como lo que es: un privilegio, una empresa en la que invierten su tiempo más precioso, un regalo para entretenerse, pero también un compromiso que asumieron voluntariamente por lo que se empeñan en sacarlos a flote como hombres y mujeres dignos. Otros le dan tan poca importancia a ese rol que muchos consideran un don, una gracia, que se convierten en cómplices y beneficiarios de los desvíos de sus hijos, sino con el ejemplo, con la orden. Por ahí andan infinidad de maleantes, drogadictos, pandilleros, que son tales porque crecieron en ese ambiente o porque los desvergonzados progenitores los mandaban a robar, pelear, comprar el producto de sus vicios.

Cuando papá o mamá han dado lo mejor de su vida y de su ejemplo para encauzar la prole sufren lo indescriptible si uno de ellos escoge caminos equivocados. Se descontrolan emocionalmente si no estudian o dejan inconclusa la carrera, si se comportan impertinentes en sus matrimonios, si por acciones reñidas con la moral resultan una vergüenza para la sociedad y hasta quisieran que se los tragara la tierra si al crecer se inclinan por la homosexualidad o el lesbianismo, aunque en los últimos tiempos se han vuelto más compresivos y tolerantes, llegando a aceptar y apoyar las preferencias sexuales de algún descendiente.

El sufrimiento, empero, es comprensible. Es patético el entusiasmo cuando un hombre o una mujer hablan orgullosos de sus hijos profesionales, bien empleados, reconocidos por sus empresas y entornos. Pero cuando lo que ocurre con alguno es todo lo contrario de lo que se esperaba, por la buena educación impartida, los padres se desploman, la depresión, la angustia, el encerramiento, la inapetencia, el dolor, el sufrimiento los invade, lo cual es un error. Cada cabeza es un mundo. Todos los hermanos no son iguales, ningún ser humano es semejante a otro. Hay inmensidad de padres que son modelo de integridad, trabajo, firmeza, decoro, honestidad, eficiencia, servicio y, no obstante, tienen hijos que han resultado auténticas nulidades, un bochorno para la familia, una ofensa para el mundo. ¿Tienen la culpa de su conducta el papá o la mamá? De ninguna manera si se entregaron a ellos en cuerpo y alma para que salieran merecedores de la admiración general.

Papá y mamá deben tener el valor suficiente para seguir sus vidas convencidos de que ellos no son responsables del proceder ignominioso y despreciable de un hijo o una hija, si es el caso,  y bastante coraje para admitir: “salió retorcido, corrupto, maligno, pero esa no fue la educación que le inculcamos. Estamos rogando para que el Señor le muestre el camino correcto”. Pero no encerrarse en la obsesión de pensar en ese mal comportamiento y mucho menos en el que dirán. Que la gente piense lo que quiera mientras la conciencia de los tutores esté limpia.

Hoy en día, la noble función de ser padres está amenazada por todos los negativos componentes de esta sociedad entrampada en la vida fácil, la que llevan, precisamente, líderes llamados a ser modelos, y lo son, pero de todo lo que no debe imitarse. Estas situaciones externas escapan al hogar, y las prédicas y advertencias de los padres son débiles ante ese influjo tan poderoso del medio. No es justo echarse a morir de dolor. Muchos hijos jamás comprenderán el daño inmenso que su proceder ocasiona a sus padres, sobre todo si son hombres y mujeres de honor, decencia, buena reputación, integridad, respeto.

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