Media naranja
La etiqueta del servidor público

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ÁNGELA PEÑA
Hay que pensarlo muy bien antes de aceptar una posición oficial. El servidor público no sólo está desprestigiado porque a esos cargos va toda la crápula de los compromisos políticos, el huacal de la incapacidad y el barajeo representado en familiares y amigos de secretarios, subsecretarios de Estado y de algunos ‘jefecitos’ de tercera y todo el vago que no da un golpe pero cobra, con su nombre o el de un testaferro favorecido con una damajuana que paga el explotado contribuyente.

  Hay que meditarlo previo a tomarlo, además, porque ocupar una función del Estado es estigma, etiqueta, una contraseña que te aísla y te margina pese a tu indiscutible capacidad, preparación, seriedad y deseos de aportar conocimientos y experiencias para que el país progrese al margen de las apetencias partidistas y los falsos discursos que pretenden lucir apartados del oportunismo de los elevados ejercicios.

 El profesional capaz podría estar en los gabinetes y ministerios entregando a la Patria lo que aprendió en las mejores universidades y empresas e instituciones nacionales y del mundo, pero prefiere dejar su sudor al explotador patrón privado que, cual sanguijuela, lo consume para su propio enriquecimiento, porque trabajar para los gobiernos aquí se tiene como  mancha, deshonra, sello de ignominia y vileza.

 Es venderse, empañar la palabra, ensuciar el currículo, es infamia, falta de autoestima y de respeto, transigir con villanos y mezclarse con la escoria, hacerse ladrón, corrupto, macutero, entreguista y limpiasacos.

No hay derecho a expresarse, porque todo lo que se escribe o dice se interpreta como voz del poder al que se sirve. La independencia se pierde y por los siglos te encasillan. Si de un intelectual se trata, el asunto es más complicado, porque lo erigen en relacionista de la autoridad, aunque se declare contrario a ejecutorias de la gestión que manda.

 El escritor que ayer fue premiado con un empleo, mejor es que no justifique las descargas del que hoy está con el Gobierno en la función que  ocupa, porque hay recuerdos imborrables por su trascendencia, y esto es como una cadena: al empleado de cualquier época, hasta de la “Era de Trujillo”, le pagan con el mismo real: cuanto diga, haga o escriba,  responde a los intereses y sentimientos del gobierno al que estuvo o está ligado, por tanto, está desautorizado para opinar, aunque lo que diga sea más cierto que los evangelios. Por eso hay tanta gente que va a esos puestos a enriquecerse y a ello se debe el que la decencia en la carrera administrativa camine a pasos tan lentos. Cualquiera no se expone a pagar tan caro por un nombramiento tal vez insignificante.

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