Media naranja
Amores de poetas

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ÁNGELA PEÑA
Desde la catástrofe adulterina del poeta Eduardo Scanlan, seducido ante la hermosura de Emilia Morales, esposa del general Santiago Pérez, hasta todos los amores de Neruda, Santiago Castro Ventura suaviza la rigurosidad de sus prolíficos textos de historia en una entrega pletórica de pasión y de ternura, dramas, tormentos, chascos, suicidios, desventuras y azares, infortunios y dichas, como es “La vorágine del amor en los poetas”.

A pesar de la sencillez de la escritura, no es una obra simplona. El consagrado investigador se adentró en el estudio de las grandes musas, escribió las razones del canto erótico, tierno, ardoroso, violento, provocador, vehemente, de Goethe, Poe, Gustavo Adolfo Bécquer, José Zorrilla, Manuel Acuña, José Martí,  Eugenio Perdomo, Rubén Darío, José Asunción Silva, Delmira Agustini, Antonio Machado, Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, entre otros. La historia de cada verso, la vida atormentada o indiferente, feliz o desdichada, trashumante, inquieta, placentera o mansa de los célebres aedas aparecen desnudas, conmovedoras en situaciones que sacudieron sus sentidos hasta llegar a la temeridad de conquistar a la mujer ajena, unos,  o a quitarse la vida turbados por el desaire, otros.

Aturdido por el desamor de Carlota Buff, Goethe se refugió en una “lóbrega catarsis literaria” en vez de buscar una salida radical a su alma contrita; Poe, asediado por el alcoholismo, casó con una prima de 13 años a la que llevaba 14 e intentó el suicidio al fallecer la amada, cuenta el doctor reproduciendo poemas, definiendo elegías, erotismos truncados y el recurso de la rima y la métrica como terapia para la angustia.

José Zorrilla es estudiado con su Don Juan Tenorio, “el buque insignia del amor desenfrenado” y con los comentarios sórdidos tejidos sobre las concepciones amorosas del ilustre poeta al que se atribuye una tórrida vida sexual. Bécquer, enfermo del cuerpo y del alma, habituado a la bruta sexualidad de los prostíbulos, según Castro, aturdido por la hermosa soprano Julia Espín que lo desprecia por sucio, potenciando su tuberculosis. Repuesto, se casa y lo dejan porque en sus hogares siempre había “exceso de poesía y escasez de cocido”.

Tal vez el más cautivador de los capítulos es el dedicado a Rosario de la Peña, desvelo, talismán, inspiración, amor, delirio de todos los que la conocieron. Manuel Acuña inhaló cianuro por ella, sumido en una crisis depresiva por la aspiración desestimada.  Después la amarían Martí, Ignacio Ramírez, Manuel Flores… Así se adentra Santiago Castro Ventura en las interioridades de sus personajes, sus versos y su numen: el último adiós de Eugenio Perdomo a su novia Virginia Valdez, antes del fusilamiento. Todas las mujeres de Martí, muchas. Rubén Darío, siempre involucrado en travesuras de amor, sumergido en su pasión alcohólica, aturdido por una incontinencia libidinosa, rico en prestigio, pero “huérfano de riquezas materiales”.

El posible incesto de José Asunción Silva con su hermana Elvira; el sexo encendido de Delmira Agustini, “siempre anhelante de brazos de hombre”; los amores platónicos,  el sello de virginidad de Gabriela Mistral; la falta de pasión de Leopoldo Lugones, “el marido más fiel de Buenos Aires”, y Neruda, hundiendo los dedos en pubis como musgo de las montañas, buscando mujeres compactas de buenos pechos y trenzas largas en sus atormentados amores de adolescente hasta la pasión brusca y ardiente con Matilde Urrutia.

“La vorágine del amor de los poetas” es seductor, alegre, melancólico y trágico, con algo de locura, como son los vates. Castro reproduce  a Rof Carballo: “Dejando aparte si es o no cierto que para ser poeta es o no preciso ser un poco neurósico, lo que sí hoy parece muy verosímil es que para dejar de ser neurósico, o enfermo psicosomático, hace falta volverse un poco poeta”.

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