Media naranja   
¿Duelo o tertulia?

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ÁNGELA PEÑA
Las funerarias, que deberían ser lugar de recogimiento, compunción, respeto y hasta de cierto comportamiento protocolar, se han convertido en lugares de tertulias y cherchas en las que no sólo se escuchan carcajadas estruendosas y bromas subidas de tono, sino hasta malas palabras. Mucha gente desconoce que ir a dar el pésame a un doliente representa un ritual que es necesario observar y que, en ese momento de dolor, lo que necesitan los familiares del o de la difunta, es compañía, consuelo, apoyo, expresión de compasión por la pérdida irreparable de su deudo. Hay que ir a solidarizarse con su pena, infundirle ánimo, desearle fortaleza. Ponerse a su disposición.

Pero ya no solamente en la antesala  se forman grupos que cuentan chistes, comentan la política, saludan al que llegan con voz altisonante y critican a todo volumen al género humano. También se comportan con el mismo desorden en la sala, a veces hasta frente al propio ataúd con el cadáver.

Cuando el velatorio es muy concurrido y se abre la puerta del salón donde se vela al extinto, entra de repente un descomunal murmullo que entorpece la paz, interrumpe los rezos y hasta confunde al sacerdote que oficia la misa.

Cuando las funerarias, ese recurso tan estimado que libra a los dolientes de los trajines que representa la partida de un familiar, no existían, el público celebraba las muertes, sobre todo si ocurrían de noche porque el velatorio se convertía en escenario ideal para hacer cuentos de todos los colores entre calientes sorbos de café, jengibre y ron. Llamarles la atención resultaba cuesta arriba a unos parientes que debían fingir que los trasnochadores estaban «cumpliendo» con un deber solidario.

Pero las funerarias no han podido borrar esa cultura aunque son como un templo, un lugar sagrado, recinto de reflexión y compostura, al que se acude a dar el último adiós a un ser querido que uno desea despedir al menos con la tranquilidad de saber que estará viendo su cuerpo físico por última vez.

Escandalizada por el alboroto que presenció durante las horas que pasó en unas  honras fúnebres, una apreciada amiga salió de allí con la decisión de encargar a sus hijos y esposo que cuando ella abandone este mundo terrenal le celebren las postreras exequias por invitación. ¿Cómo lo hacemos?, preguntó su hija. No pongan anuncio en la prensa antes de darme cristiana sepultura y sólo avisen a la familia y a los amigos que tú sabes que me quieren de verdad. Después, publica una necrológica anunciando que fallecí. Yo no quiero tumultos ni tertulias, ni hipócritas adulonerías, le contestó.

No sé si a todo el mundo le invade ese sentimiento de irrespeto que se respira en estos sitios por parte de algunos que acuden presuntamente a acompañar al doliente en su tristeza y si es correcta la chercha altisonante en el exterior de las capillas. Pero dentro del salón, es casi una profanación.

Algunos que ni conocieron a los difuntos, y mucho menos saben quienes son sus dolientes, tienen siempre un flux dispuesto para cuando algunos mueren tener un excelente motivo para ir a escuchar y a contar  comentarios, recuerdos y experiencias acumulados.

Y si se trata de un muerto honorable al que saben que acudirán empresarios, funcionarios y el propio Presidente de la República, acuden raudos y veloces para pedir favores, dinero, ayuda y hasta un cargo. «¡Jesús! ¡Qué irreverencia!».

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