Media naranja
El cura perfecto

<STRONG>Media naranja<BR></STRONG>El cura perfecto

POR ÁNGELA PEÑA
En la Iglesia Católica se proclama que ”la mies es mucha y los operarios pocos”, significando, como en las parábolas bíblicas, que la feligresía es numerosa y los curas escasos. Se pide con insistencia oración para que aumenten “las vocaciones sacerdotales” porque no son tantos los pastores para una religión que sigue siendo predominante y que es la oficial del país. Los católicos dominicanos son abundantes hasta el extremo. Hay lugares donde sólo se puede oficiar una misa una vez al mes, a duras penas.

 Existiendo tal insuficiencia de ministros, es inexplicable la intolerancia que se atribuye a la Santa Madre Iglesia con algunos que marginan obispos y arzobispos porque se han destacado como verdaderos ejercitantes del Evangelio de Jesús, al que imitan con su ejemplo de compromiso con los pobres. Desarrollan labores pastorales en barrios y campos haciendo suyas las injusticias y desigualdades sociales. Denuncian desde el púlpito con estremecedoras homilías pero también son solidarios con los desvalidos, menesterosos y desheredados de la fortuna involucrándose en su triste realidad, compartiendo el pan inalcanzable, sobreviviendo como ellos bajo techos y hogares de miseria, protestando desde la experiencia de vivir, al mismo nivel de los excluidos, los males que les aquejan.

 Esa conducta parece que no es del agrado de muchos purpurados que, aunque condenan en sus elocuentes prédicas estas iniquidades, no descienden de sus tribunas privilegiadas.

 A esos curas que han hecho causa común con el pueblo, y que son calificados por la jerarquía eclesiástica como rebeldes, irreverentes, revolucionarios, renegados, se les ha negado en muchos casos hasta celebrar la Sagrada Eucaristía, los han expulsado de congregaciones y parroquias y les han cerrado las puertas de los confortables despachos de sus superiores, aun cuando los fieles se desesperan ante la ausencia de uno que unja con los santos óleos a un moribundo, case a una pareja, confiese a un cristiano arrepentido, presida una misa de difuntos o lleve la comunión a un enfermo.

 Hay un sacerdote, el padre Franklin Pimentel, que además de su religiosidad y devoción posee una gran preparación intelectual. Estudió filosofía en el Seminario Menor Santo Tomás de Aquino y luego se especializó en Sagradas Escrituras en Madrid y Jerusalén. Es muy querido entre la gente común que lo sigue con vehemencia tras su medio de transporte, una bicicleta. Proviene de una humilde familia de El Río, Constanza, y ha mantenido, pese a su elevada formación académica, la sencillez del hombre rural.

 Primero perteneció a los Salesianos pero se dice que fue sacado de esta orden que, supuestamente, no compartía sus inquietudes por los más necesitados. Entonces ingresó a los Misioneros del Sagrado Corazón quienes también, según informes, lo despreciaron, solicitando al arzobispo de Santiago que lo acogiera pero éste dijo que no lo quiere en su arquidiócesis.

 Dicen que el desafortunado padre está “independiente”, abandonado, solitario, sin diócesis. Que su único pecado, expresan, es ser fiel a los votos de pobreza, humildad y compromiso con el prójimo que juró cumplir cuando fue ordenado sacerdote, lo que no está reñido con las Enseñanzas del Divino Maestro. ¿Por qué, entonces, lo han crucificado? ¿A qué se debe tan inexplicable y repetido rechazo? ¿Cuál es el cura perfecto que demanda la Santa Madre Iglesia? ¿Es  ésta que cuentan la realidad?

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