ÁNGELA PEÑA
Si esta sociedad no estuviera tan profundamente corrompida, el discurso que pronunció el Presidente de la Suprema Corte de Justicia en la puesta en circulación de su libro debió tener más resonancia en el sentido de su esencia y en el ejemplo de la conducta de ese digno magistrado. Es innegable que fue reiteradamente comentado, pero la mayoría le dio connotación de tira puya y la atención se desvió a adivinar a quién estaba dirigido.
Esa disertación del doctor Jorge Subero Isa, sin embargo, debería ser reproducida en letras bien resaltantes, enmarcada y colocada como una consigna en todas las oficinas públicas y privadas de la República. Y reconocerlo a él como una de las más altas reservas de moralidad con que cuenta este país de atracadores enflusados que asumen funciones públicas y particulares para hacerse ricos a través de testaferros y de marrullas increíbles.
Pero este país está tan descompuesto y putrefacto que a lo mejor lo que hicieron muchos fue mofarse de la declaración de un juez que ostentando función tan clave para convertirse en multimillonario con tan sólo una transacción indebida, confiesa orgulloso que vive en la misma casa desde 1979, que el número de teléfono y el vehículo son los mismos de 1997 y que siendo Presidente de ese alto tribunal ni siquiera ha solicitado dos exoneraciones que por ley le corresponden. Es un pendejo, exclamarían los que ejercen como árbitros y abogados de ese poder gangrenado que es la justicia dominicana.
El discurso no es sólo el mensaje de un hombre honesto al que le habrán sobrado propuestas que muchos de sus colegas considerarán irrechazables. Es también una lección para muchos padres que en vez de inculcar valores en sus hijos no sólo han sido modelos, en sus vidas, de degradación, perversión, cohecho, sino que los han educado para el envilecimiento. Los adiestran para que sean mercaderes de sus ejercicios. Son, a veces ya retirados, los orientadores y asesores de sus acciones de soborno y venta de sentencias. No tengo el altísimo honor de conocer al doctor Subero, pero he sabido, por allegados, que de sus tres hijos dos son eficientes juristas a los que prohibió terminantemente el ejercicio de su carrera. Una de las hembras la otra es publicista y trabaja en el sector privado- tenía un bufete abierto y le ordenó cerrarlo. Está ahora dedicada a hacer traducciones. Otro, en su lugar, hubiera aprovechado tan representativo recurso tres profesionales del Derecho en la familia- para hacer las negociaciones del siglo. Vivieran en lujosas mansiones, tuvieran yates, casas de veraneo, carros del año y su futuro asegurado con abundantes ahorros en dólares. Su familia, dijo, es su activo, una de las expresiones más conmovedoras de su oratoria, aunque el discurso constituyó un conjunto de frases que pasarán mañana como célebres. La nueva terminología procesal penal dominicana, el libro que presentaba, no fue hecho con los medios técnicos, humanos o económicos de la Suprema, aseveró, ni siquiera robó horas de su trabajo para escribirlo cuando aquí la costumbre es destinar secretarias, mensajeros, choferes, material gastable y fondos para obras personales.
Funcionarios como el doctor Subero necesitan gobiernos e instituciones privadas. Su vida merece todas las semblanzas escritas, televisadas, radiadas, pasadas en sustitución de tanta cháchara política, falsas poses e hipócritas declaraciones de hombres y mujeres que se autoproclaman serios, honestos, como si el público no supiera las razones de sus éxitos económicos y ascensos sociales sin siquiera haber pasado por la secundaria o contado al menos con un ventorillo en sus ingratas pasadas vidas de carencias.
Exigir un monumento al juez Subero sería una exageración. Pero las copias de su arenga deberían circular como un alivio, un poco de remedio a esta sociedad en decadencia. Y conservarlo para la posteridad como uno de los más luminosos discursos de la historia.