Media naranja
Hijos que niegan los artistas

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Ángela peña
Un sinnúmero de cantantes llega a viejo con una multitud de hijos que no le conocen. Otros los aceptan, pero no les dan sus apellidos. Porque los artistas, aunque algunos carentes del más mínimo atributo físico, poseen un secreto indescifrable, oculto, que enloquece a muchas mujeres. Son hombres tan comunes y corrientes como el más mortal realengo, pero será el don de su voz, el valor de dominar un escenario, el sentimiento que imprimen a las palabras que entonan lo que enloquece a unas chicas que al mirarlos, escucharlos, se vuelven locas, histéricas, frenéticas. Alucinan y gritan como gatas con valeriana desde que la orquesta marca el compás y ellos lanzan al aire la primera nota de su voz que no siempre es tan  excepcional.

 El fenómeno es viejo aunque en otros tiempos parece que la admiración era más moderada. En la prensa de años lejanos se destacaba el delirio de señoras hoy con nietos que no se daban por nadie porque abrazaron a Lucho Gatica o recibieron un beso o apretón de manos de Leo Marini o de Los Panchos.

 Con el tiempo, el entusiasmo ha ido más allá de un simple roce con esos hombres que no tienen más virtud que cantar bonito: se entregan. Y desde hace más o menos medio siglo, fácilmente se encuentra uno con un señor o una señora cuarentona de la que dicen que es hijo (a) de un as que lo (a) negó.

 Muchos intérpretes dominicanos confiesan que sus fans casi los han obligado a llevarlas al lecho y que ellos acuden para no pasar por cundangos. Los más honestos admiten el fruto de esos encuentros fugaces y aunque no los reconocen, los ayudan en educación y manutención según sus posibilidades y si pueden y quieren, los visitan y exhiben. Otros no lo hacen por irresponsabilidad o temor a una separación forzada de sus esposas. Algunos no quieren saber de esos niños (as) ni en pintura. Se avergüenzan.

 Es frecuente escuchar por radio y televisión que a tal famoso lo sometieron por no querer aceptar como suya una criatura que alguna desvanecida fanática le atribuye. Se gastan sumas millonarias negándolas para luego tener que aceptarlas pues hoy las pruebas de paternidad están muy avanzadas.

 Son casos muy penosos, sobre todo para los pequeños que, al crecer, descubren tristemente que han sido producto de esos pugilatos embarazosos.

 No se sabe a quien comprender o compadecer, si al actor, ejecutante, comediante, productor, cantante, al hijo o a la devota admiradora que llegó tan lejos arrebatada por la dulce, romántica, arrulladora o avasallante estrella. Ellos explican que se sienten acosados, acorralados, que no quieren ser antipáticos con su público femenino y juran que casi nunca quieren, pero ante “un número que gusta y un billetero que insiste”, no hay más salida.  Sin embargo, la justificación es inaceptable. A ninguno lo obligan, de ser así, la mayoría de los cantantes fueran los padres de la Patria. Las chicas deberían no pasar de los aplausos y la vocinglería, para evitar esos indeseables desplantes.

 Lo razonable es que unos y otros controlen sus emociones, que el fan club femenino piense de su ídolo lo que le dé la gana si éste no accede a sus reclamos sexuales. Si muchas chicas creen que no pueden aguantarse teniéndolos directos y en persona, que los oigan por la radio o coleccionen sus compactos. Peor es pasarse la juventud acudiendo a los tribunales y tener que educar a un inocente traumatizado por el rechazo, marcado por la  pena de no saber quién es su padre.

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