Media naranja
Lo que no trasciende en el periodismo

<p><strong>Media naranja<br/></strong>Lo que no trasciende en el periodismo</p>

ÁNGELA PEÑA
Todavía hay en el país muchos criollitos que sienten y actúan como si fueran pequeños trujillitos que deciden la suerte de reporteros, redactores, creadores de opinión y hasta de ejecutivos de medios de comunicación. Escriben tarjetas con preciosos textos y envían frondosos arreglos florales cuando se les reconoce sus virtudes, se elogia el contenido de sus libros o se les pone como modelo en el desempeño de alguna función.

Pero pobre del comunicador si lo critica o si, inconscientemente, comete un error al mencionarlos. Retornan al pasado autoritario en el que están congelados y en vez de llamar para aclarar, enmendar, replicar o quejarse con decencia, se dirigen a los dueños del periódico para que se quiten la correa y le den una pela al periodista que cometió el pecado de  «equivocarse» con ellos.

En esta conducta no sólo incurren grandes empresarios, autoridades del alto clero, encumbrados militares o flamantes funcionarios públicos que hacen ostentación de sus elevadas posiciones e investiduras para reaccionar de forma tan ridícula y poco civilizada. También los imitan unos saltapatrás, verdaderos carajos a la vela, insignificantes nuevos ricos que por vestir de saco y corbata o haber adquirido fama por su indolencia se creen intocables y piensan que su influencia llega tan lejos como para disponer en empresas que le son ajenas.

Si algunos dueños de periódicos hicieran caso a tantos bufos intolerantes que con su risible actuación ponen al descubierto su nulidad y su ignorancia y esa herencia trujillista de la que no han podido sacudirse, las salas de redacción estuvieran vacías.

Onorio Montás puso a circular por Internet un artículo escrito por él que recuerda como esa intransigencia de parte de un poderoso sector de esta sociedad apuntó sin éxito contra el director de un periódico que apenas comenzaba a circular. Ese caso, como el reciente de Adolfo Salomón, trascendieron, pero los cucos que a diario amenazan con llamar al propietario del diario para que  cancele, amoneste o castigue de algún modo a miembros de su personal de  redacción, abundan. Telefonean a directores y jefes de redacción y no conformes con las reacciones de estos ante sus absurdas pretensiones y querellas sin razón conminan al periodista: «Tus días están contados. Voy a llamar a Fulano». Y pronuncian el apelativo cariñoso del dueño como si fueran amigos de la infancia como para infundir pánico.

Esta sociedad sigue sumida en el atraso. Esa intolerancia es el más patético ejemplo de que «El Jefe» dejó como legado que no muere su cultura de terror, el convencimiento de que sólo se puede aludir a una persona para alabarla y enaltecerla. No han aprendido a disentir con elegancia y buenos modales porque detrás de sus vistosos trajes y prominentes funciones se oculta un dictadorcito, en el caso de los que son supuestamente honorables. En cuanto a los infelices pelagatos, reconocidos don nadie que han sobresalido más por su vagancia social que por méritos o aportes, se comportan de ese modo porque son inseguros o porque ven afectados sus intereses e imagen descubiertos, lo  que les rebaja estatus o los coloca en desgracia con  gobiernos e imperios.

Si los dueños de periódicos tuvieran un fuete o se quitaran la correa atendiendo a sus enojos, descontentos y ñoñerías, los periodistas vivieran con el cuerpo lleno de ramalazos. Estos zoquetes deben sufrir lo indescriptible cuando después de sus pataleos se encuentran de nuevo con la firma, en una noticia, del blanco de su impetuosidad incomprensible.

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