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LOS Y LAS cazafortunas

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ÁNGELA PEÑA
 Tan numerosa es la legión de chicas que andan detrás de viejos ricos fingiéndoles amor para vivir esplendorosamente y heredar a corto plazo fortunas millonarias, como la de vividores masculinos que se las ingenian para confundir a señoras que parecen padecer un fuego que no se les extingue con los años. Son muchos los pueblerinos que planifican su estadía en una pensión del Distrito a costa del cariño de las dueñas.

 Las conquistan halagando su apariencia, sirviéndoles de plomeros y electricistas, administrándoles ingresos y gastos, acompañándolas al mercado, conduciendo sus autos. Conmueven a las solitarias insatisfechas que ven en estos avivatos al compañero que no tuvieron. El provinciano sólo paga el primer mes, y de “bordante” en habitación cuádruple pasa a príncipe de aposento hasta que termina la carrera. Después cuenta burlón, indiscreto, estrategias del engatusamiento, proclamándose héroe por haber podido “entrarle” a aquellas carnes y soportado los celos de “una setentona decrépita”. Otros fingen desvanecimiento por añosas domiciliadas en USA  para conseguir residencia en “los países”.

 Así como tantos caducos abandonan sus esposas para convertirse en hazmerreír del pueblo baboseándose con quinceañeras oportunistas que sin empacho se exhiben con  esos abuelos capaces hasta de bailar «reggaetón» en público para ponerse a nivel de su tierno bizcochito, hay  infinidad de pulgones detectando viudas, divorciadas, quedadas, con algún capital, para simular que las aman y dejarlas en olla tras años compartidos.

 Sostienen sus matrimonios oficiales con la tarjeta de crédito de su víctima entrada en edad. Otros dicen preferirlas divorciadas, con la maliciosa intención de resolver en la casa de la suscrita y  los besos sinceros  prodigarlos a la novia  que llevará al altar con los cuartos de la estropeada octogenaria.

 Algunas saben que se están aprovechando de su insaciable necesidad de un varón y aceptan conscientes el engaño. Otras ignoran que duermen con el enemigo que le saca los chelitos y además pregona como un chiste intimidades y defectos, proclamando el éxito del último atraco a la que nunca llama por otro apelativo que no sea “la vieja”.

 Son hombres sin escrúpulos ni sentimientos. Son capaces de soportar las sorpresas que conlleva esa aventura con tal de vivir en la opulencia deshonrosa. A los y a las cazafortunas, el pueblo los ha bautizado con el merecido nombre de “los comevidrios”.

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