Media naranja
Quien mal habla…

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ÁNGELA PEÑA
Dice el refranero español que «Quien mal habla, mal escribe». La frase, que repite con reiterada frecuencia un reconocido intelectual para denostar a colegas escritores, puede ser sabia y deberían tomarla en cuenta tantos profesionales dedicados a ambas ocupaciones, escribir y hablar, pero no todo el que habla mal escribe incorrectamente, y viceversa. Desde luego, el autor de obras y artículos debería cuidar su expresión oral pues resta autoridad e inspira pena escuchar a novelistas, poetas, ensayistas, historiadores que dan la impresión de que ni siquiera conocen el Larousse.

Es chocante que productores maratónicos de libros de todo género, algunos frutos de investigaciones arduas, se expresen de forma tan deficiente. No es medio escénico, ni carencia de elegancia y elocuencia pues nada de eso influye para que se maltrate sin piedad el idioma, pero ¿cómo es que siendo su léxico tan asombrosamente imperfecto sus escritos sean sobremanera excelentes, preciosos, magistrales? Misterio.

En ocasiones, los volúmenes que publican estos fenómenos de la intelectualidad no pueden ser promovidos por ellos en la radio o la televisión porque nadie que les escuche pensará que de alguien con verbo tan chapucero puede haber salido un texto que valga la pena leer. Su charla desanima y hasta provoca risas. Sus exposiciones hacen suponer que se trata de enajenados mentales que engañaron al anfitrión del programa haciéndose pasar por escritores.

Hay el caso diferente del escritor que no se ha preocupado en corregir regionalismos o modismos impuestos por el ambiente, pero que demuestra conocimiento, cultura, propiedad, en su plática.  Pero también ofende el lenguaje pese a que sus libros son modelo de buena escritura.

Esta incongruencia es la que critica el amigo que cita con frecuencia el dicho español. Piensa que el intelectual debe hablar y escribir bien. En República Dominicana hay muchos que poseen ambos dones.

Ahora es escritor todo el que tiene su dinero para pagar una imprenta y llenar páginas infinitas de sandeces ilegibles, incomprensibles, vacuas, superficiales, insustanciales, sin sentido. Y no sólo se trata de poetas. Estos bárbaros tienen una producción increíblemente rica que muere en los estantes de las librerías de la misma enfermedad que el pan chiquito.

Algunos se afanan más en profundizar en los temas que tratan, que en estudiar la gramática. Tal vez se buscan muy buenos correctores de estilo que les enmienden yerros y gazapos o probablemente de verdad dominan la escritura. Pero el que los oye hablar y conoce sus perfectas obras, queda con una incógnita.

En este grupo no caben los expertos en materias que no necesariamente deben ser escritas a la perfección, aunque deberían. Sin embargo, en los textos de médicos, arquitectos, matemáticos, físicos, el lector va más a la esencia de lo que expresan, no necesariamente a buscar preciosura en sus líneas. Estos son generalmente libros de texto. No se trata de poesía, cuento, novela, crítica literaria. Hasta a los historiadores se les perdonan sus ofensas gramaticales si los nombres, fechas, lugares, nombres de personas son exactos.

Pero, cada cual es dueño de invertir su tiempo y sus chelitos en lo que le place. Publicar libros se ha convertido ahora en  entretenimiento de muchos analfabetos.

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