Convertido el mundo en un gran mercado ahora nos reconocemos como una mayoría de consumidores, seguido de vendedores y una potente minoría de productores que conforman la industria farmacéutica.
La clase médica ha terminado siendo reclutada desde sus años de estudiantes como agentes intermediarios generadores de las recetas con que los clientes se surten en las farmacias. Para los galenos ubicados al final de la cadena de la vida, verbigracia los patólogos, hay una honda preocupación por el letal comportamiento de uno que otro discípulo hipocrático más interesado en aliviar el dolor que en curar de raíz las enfermedades.
Cada día se reduce más el uso terapéutico de las medicinas para curar los males, siendo a la vez más frecuentes las indicaciones de remedios para la fiebre, el dolor, el cansancio, la pérdida o el exceso de apetito, así como la falta de sueño entre otras quejas. No hay gran esfuerzo por lograr diagnosticar la enfermedad para así aplicar la terapia más efectiva y eficaz. Asistimos a madres desesperadas que han llevado a sus hijos a las salas de emergencias de dispensarios, clínicas y hospitales, siendo en cada caso enviadas a las farmacias a comprar analgésicos y antipiréticos; desembocando en la morgue sin que se conozca la causa de la muerte.
Reeducar a los profesionales de la salud para que traten enfermedades y no síntomas es tarea titánica. Como figura cómplice a favor de la pujante industria del alivio tenemos la cultura tradicional del remedio para las quejas, recomendado por vecinos, amistades y ahora las potentes redes sociales. Todo parece conspirar a favor de lo liviano y superficial.
En un enjundioso trabajo científico de los doctores Arthur J. Barsky y Luana Colloca, titulado “Efectos Placebo y Nocebo”, aparecido en la revista semanal norteamericana The New England Journal of Medicine, correspondiente al 6 de febrero de 2020, se explica cómo se sugestionan las personas, mayormente adultas, acerca de las bondades y eficacia de determinados fármacos. Leyendo dicho artículo me trajo a la mente el caso de un atormentado familiar que ya tenía al coger el monte a su médico asignado. El colega estaba acorralado y con pocas alternativas, así que medio desesperado le dijo al quejoso: me acaban de regalar unas pastillas que son un cuchillo para su mal, así que se las voy a regalar. Tómese una diaria y venga dentro de un mes cuando se le hayan terminado. A los 30 días la persona acudió alegre y radiante con la buena noticia de que se había curado. El hombre de la bata blanca no se aguantó y le comentó burlonamente: fueron pastillas de almidón lo que le di a tomar. Al siguiente día mi familiar volvía a sentir los mismos síntomas de antes.
Luana y Arthur nos informan que el positivo efecto placebo se debe a que el sugestionado cerebro segrega una serie de sustancias opioideas, endocanabinoideas, dopamina, oxitocina y vasopresina. A los enfermos se les condiciona acerca de las bondades del fármaco que van a recibir, abonando bioquímicamente la masa encefálica, sembrando la semilla de la confianza y la fe en lo untado, ingerido o inyectado. También se puede condicionar al paciente acerca de efectos nocivos tales como náuseas, mareos y prurito.
¿Sucederá algo parecido en el cerebro de los votantes a través de las encuestas, la televisión y circulación de falsos rumores por las redes?