Melquíades Rosario, escultor puertorriqueño con nexos dominicanos

Melquíades Rosario, escultor puertorriqueño con nexos dominicanos

MARIANNE DE TOLENTINO
Suelen decir, con un dejo de nostalgia, que veinte años no son nada… Hace pues más de veinte años que conocemos a Melquíades Rosario Sastre, y nos parece hoy redescubrirle, en su plena juventud de creador valiente y desafiante entre convicciones y proyectos.

Comprobamos, al igual que entonces, el intenso placer de la escultura o más bien la pasión del reto en una creación que, desde los inicios, nos ha parecido excepcional en el Caribe.

Recordamos haber sentido esa diferencia, en los ochenta, a la vez por la imagen distinta traída por Melquíades, como por las referencias más socorridas a otros tipos de escultura. En primer lugar se encontraba la particularidad de la talla directa local, e igualmente frecuentes patrones tridimensionales puertorriqueños impresionaban en la República Dominicana donde no se practicaban. La primera, encabezada por los maestros dominicanos Antonio Prats-Ventós y Luichy Martínez Richiez, definía una escultura de bulto y un legado totémico entre lo amerindio y lo africano. Los modelos escultóricos de Puerto Rico optaban más por espacios públicos, grandes escalas, el aprovechamiento de materiales nuevos y la tecnología, como factores de cambio.

En aquel momento, la aparición de Melquíades Rosario Sastre significó para muchos –del Colegio Dominicano de Artistas al sector de la crítica– un artista especial, independiente, huraño aún, para algunos provocador. De inmediato su temperamento rebelde e independiente retuvo en Santo Domingo atención y simpatía. Obviamente no temía la incomprensión por una obra tridimensional, comparativamente ingrata… él aspiraba conscientemente a la confrontación.

TEMPERAMENTO Y COMPROMISO

A pesar de su constancia en el modo de trabajar, verdadero compromiso autoimpuesto por sus convicciones, él escapó siempre a la esclerosis de la reiteración, desconoció las fórmulas rígidas, rechazó las formulaciones estáticas. Desde el principio demostró la riqueza de posibilidades que existían con un material básico dominante, milenario y omnipresente, la madera. Otra diferencia era que, mientras tantos escultores demostraban casi una fijación sobre la caoba por su «nobleza» –a menudo sucedía en nuestro país– Melquíades no creía en limitaciones ni jerarquías, lograba mezclar varias clases de madera en una misma pieza, aprovechaba trozos de distintas procedencias y épocas. Tampoco vacilaba en agregar e incorporar el metal ordinario, el alambre, el objeto de ferretería a una estructura principal de madera.

Rubén Rivera Matos expresó, en 1985, un juicio crítico que ya situaba al artista en esa libertad de elección: «Frente a la tendencia actual de recomponer y solidificar las viejas jerarquías de medios y materiales llamados ‘nobles’, Rosario Sastre antepone la tesis que sostiene que tal jerarquía viene dada de una tradición clasista. No rechazaría el uso del metal, bronce o acero; pero no reconocería en estos materiales más nobleza que la podría verse en el estiércol con una dosis mínima de imaginación poética.»

Simultáneamente, un innegable ascetismo, combinado con una experimentación radical, caracterizaba su desenvolvimiento escultórico. «La escultura tradicional no permite una renovación de sí misma. Se repite y no permite un desarrollo pleno», afirmaba Melquíades, y con una energía que no temía ser tajante por combatir su vulnerabilidad, él rehusaba, en palabras y en hechos, la obra convencional, complaciente y decorativa. Era ya un trabajador obstinado, hábil e inventivo.

Todos los comentarios han subrayado esa profesión de fe, puesta en acción desde los inicios, y no descartamos que la insistencia de los autores en ponderar semejante coraje y responsabilidad señalara indirectamente un caso a destacar, aunque el mercado del arte, en auge creciente, dictara otras normas y gustos. Los artistas estaban sometidos a una dura prueba, pese a que Puerto Rico ha ido ofreciendo un ejemplo en la discusión de criterios y la vigencia de artistas anticonformistas, y luego ha dado grandes incentivos al arte público.

El tiempo dio la razón a Melquíades, que jamás claudicó ni se doblegó. Cosechó respeto y consideración por su valentía y desde 1980 desarrolló una carrera brillante en Puerto Rico y en el exterior, recibiendo invitaciones importantes y distinciones por su obra. En un ensayo de síntesis, Ricardo Pau-Llosa lo califica como «el escultor contemporáneo más relevante de Puerto Rico y uno de los artistas caribeños cuyas obras son más ricas en ideas». Elogio que surge de un seguimiento permanente de la obra por un especialista, del arranque creativo a la madurez.

Hasta las colecciones más exigentes se abrieron a la creatividad insólita de Melquíades Rosario y la supieron adoptar. Tuvimos la oportunidad de apreciar recientemente tallas y ensamblajes, realizados durante el decisivo primer período, en varias colecciones privadas de San Juan, y lejos de provocar un desasosiego visual, esas esculturas inconfundibles fortalecen y animan conjuntos estéticos, lógicamente plurales en autores, fechas y categorías, que aunan pintura, escultura y gráfica.

Las obras de Melquíades se destacan allí por sus materiales no convencionales, sus cualidades físicas y su tratamiento de ruptura. Ahora bien, formas y volúmenes insólitos, que reflejan cuestionamientos humanos y sociales a partir de su factura, dialogan inesperadamente con otros estilos en medios ambientes, necesariamente distintos unos de otros, más o menos sistemáticos y sofisticados en sus opciones artísticas.

Melquíades Rosario Sastre fue de hecho el artista de la región, que reveló a la República Dominicana un léxico escultórico innovador y audaz, sino ideológico de «arte pobre», actuando en complicidad con una naturaleza que lo motiva, lo guía y descarta recetas convenientes para el éxito y patrones establecidos.

Para sus instalaciones el dominicano Geo Ripley había incursionado ya en una búsqueda de la simbiosis entre el mundo, las cosas y la introspección, utilizando componentes brutos, era el sincretismo religioso que entonces regía su creatividad. Por su parte, otro importante dominicano, Gaspar Mario Cruz, amaestraba la madera, nueva o centenaria, y la metaforizaba, místicamente, inspirado por la fe religiosa. La diferencia conceptual era que para el escultor puertorriqueño no existían metas trascendentales, y primordialmente él creía en la energía temporal, en la potencia de la mano, de la mente, de la sociedad.

En 1987 Melquíades Rosario presentó en el Voluntariado de las Casas Reales una exposición contundente. Después ha vuelto varias veces a Santo Domingo, en particular para la fundición de piezas en bronce. Es tiempo ya que el maestro Melquíades Rosario Sastre exponga de nuevo en tierra dominicana.

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