Memoria del caos

Memoria del caos

MANUEL A. FERMÍN
Cargado de honda desconfianza con el perredeísmo gobernante, gran parte del pueblo, advertido del «salto al vacío» por una voz no considerada vaticinadora de desastres ni agorera, ve como los decaeres comienzan a manifestarse en forma penosa y desconcertante. Se eslabonan el suicidio de Guzmán, después de ver su gobierno permeado por la corrupción y la deslealtad, le sigue el granadazo de la Junta Central Electoral, sometimientos judiciales a ex-funcionarios, escarceos a la viuda Guzmán, la lucha en el Senado por Madrigal, el manejo de la economía, el F.M.I., el recargo cambiario, abril de 1984, el Concordazo, el pacto La Unión, los tiros de la Junta Central Electoral, culminando en los espasmos coronarios, el asilo político (¿?), el viaje a Atlanta y las «horcas caudinas» del 8 de agosto de 1991.

Fracasado el jorge-blanquismo, por haber sido superado por la situación nacional, continuó larvada la crisis interna y hace explosión en 1990 con la división y sus secuelas. Desde que el perredeísmo se asienta en el poder se escenifican ininterrumpidamente los conflictos, poniendo algunas veces la República en medio de tormentas políticas con rasgos como si fuera a entronizarse el caos.

Vencida la obstinación, el liderazgo del doctor Peña Gómez se eleva a su máxima expresión, pero acosado por un instinto más poderoso que su razón y un electorado silente que ha mirado con recelo al PRD, su candidatura casi invencible y aventada por un triunfalismo desenfrenado no logra alcanzar el poder y genera una de las crisis políticas más difíciles, porque desató sus iras desbordantes. Se quebrantan los cimientos constitucionales con el propósito de evitar retrotraer conflictos, agrandados en sus proporciones por los medios que disponía el partido blanco a sus servicios, y entusiasmados por esas modificaciones a la Carta Magna, los perredeístas pensaron que el futuro inmediato les favorecería. Craso error, puesto que el gran beneficiario fue el Partido de la Liberación Dominicana y su nuevo líder: el doctor Leonel Fernández.

No cabe negar que ante el fervoroso perredeísmo a que se abrazó el malogrado líder, cientos de miles de dominicanos no militantes del partido le dieron un voto de adhesión en 1998 como ejemplo edificante de abnegación y sacrificio. La dirigencia «blanca» presionada por la actitud de resistencia del PLD y del PRSC, que no desaprovecharon para meter baza en el asunto, contribuyó con su torpe manejo a perder la presidencia de la Cámara de Diputados; como si la adversidad le persiguiere, nombran a los jueces de la Junta Central Electoral, amparados en preceptos constitucionales, pero sin recurrir al sereno y racional veredicto del consenso político. De ahí las calamidades que ha pasado su hija legal pero «ilegítima» que todavía camina con el germen de la irreverencia a la justicia distributiva. Con el error en auge, también perdió la Liga Municipal Dominicana. Cuando parece que se toma conciencia de estar en el poder con la llegada de Hipólito Mejía, el PRD termina resquebrajado, dividido y por suerte, la República ha sobrevivido a estos huracanes perredeístas «gracias a un principio superior: la Providencia».

De las cuatro veces que ha estado en el poder, en tres de ellas ha salido en forma apestosa. Todos comprometidos con el escándalo, el gobierno saliente en estado de acusación total, elevado el relajamiento de los valores éticos y la vulgarización de la cultura popular que le ha permitido a cantidades considerables de incompetentes convertirse en genios del halago para validar la expresión de que «las necesidades de los hombres no son abstractas, sino concretas».

No ha podido el perredeísmo abatirnos a pesar de matar el crédito externo, desquiciar la economía, malograr las instituciones, arruinar la vida a millones de dominicanos y para el progreso. Está archidemostrado que el PRD solo genera crisis. Honda dolencia le aqueja; esos malos arreos, han marcado esa institución para toda iniciativa que no sea lo estéril, lo perturbador y lo intolerante.

Ahora solo nos queda esperar –claro, cargados de dudas razonables– si en verdad sus dirigentes tomarán el camino de Damasco fielmente arrepentidos de los errores pasados.

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