Memorias y fantasmas de barrios y pueblos

Memorias y fantasmas de barrios y pueblos

Quedan barrios y pueblos que tienen sabor a tradición, a cosas buenas de antaño. Calles, parques, que hacen sentir que algo importante ocurrió alguna vez en ese lugar. Que alguien interesante tuvo allí su residencia, el escenario de su existencia. Que muchos propósitos comunes se llevaron a cabo, que gentes se juntaron, se pusieron de acuerdo, lucharon, trabajaron, amaron, se alegraron o al menos tuvieron una vida digna en esa comunidad. Contrastan con otros en que sólo se percibe improvisación y desorden, construcciones apresuradas, monótonas, de poquísimo gusto, que uno vio por primera y última vez.

A esos pueblos, esos barrios, hay que visitarlos en la alborada, cuando aún no ha subido el fragor del tigueraje, cuando todavía no empieza el brutal forcejeo entre la ruralidad arrabalizada y el afán civilizatorio del diseño urbano; antes de las horas en que la pobreza, sudada y mugrienta, se frustra ante los escaparates del consumismo globalizado.

San Pedro, Puerto Plata, Santiago, Baní; sus monumentos y catedrales; las calles del comercio, las residencias de los notables y las oficinas del Gobierno en torno al Parque Duarte.

Vale la pena deambular esas calles vacías, ausentes de morbo y apresuramiento, libres de motoconchistas y de bocinazos maldicientes.

Hay paisajes intimos, en los que podemos contemplarnos volando una chichigua, jugando beisbol de patio, aprendiendo a improvisar y componer reglas entre iguales, y a respetarlas: “batear para donde La Pelúa, son tres outs”. Puedes ver a los amiguitos de entonces, con sus mismas gracias y astucias, a las chicas que te deslumbraban pero te afuereaban por chiquilín. Y a esos señorones engrifados, que a su paso ocupaban la acera entera y detenían el juego.

Se puede también mirar a los patricios reunidos planeando batallas, organizando cabildos, dictando normas de convivencia y civismo. Santiago, con sus edificios solemnes y sus casas señoriales intactos. Con su gloriosa fortaleza San Luis, reducida a una abtrusa oficina policial. En San Pedro se reviven los años de la danza azucarera de los millones, con sus  humeantes ingenios, y su muelle de barcos estrepitosos, repletos de aventuras; su magnífica catedral, el parque y calles centrales que conservan una fisonomía fantasmal. Baní, sus casas centenarias, pulcras, bien pintadas, proclamando que hay cosas que se respetan. Digna de rescatar: Villa Francisca, con calles arborizadas y frescas, que mejoradas invitarían a caminar. Vendrían de afuera a disfrutar de buenos precios en sus florecientes negocios. San Carlos y San Miguel, cuya topografía y arquitectura recuerdan  pueblos de Toscana. Los días festivos son ideales, a primera hora. La Zona Colonial capitalina y aún pueblos menos agraciados, suelen presentar un paisaje urbano agradable y decente. Descúbralos con su familia, no se arrepentirá.

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