Con el jolgorio a veces pasamos por alto que estamos celebrando el nacimiento de Jesús, Dios hecho hombre que nos dejó de legado su doctrina, basada en el perdón y el arrepentimiento.
Las sagradas escrituras resaltan que luego del pecado original, cuando ya Adán y Eva habían sido expulsados del paraíso, ocurrió el pecado de la envidia. Caín, hijo primogénito se dedicó a la agricultura y su hermano Abel, segundo hijo de Adán y Eva se dedicó al pastoreo. Cumpliendo un mandato divino ambos hicieron sendos sacrificios a Dios. Abel ofrendó al creador el primogénito de su rebaño y Caín frutos de la tierra, representados como un ramo de espigas de trigo, mezcladas con malas hierbas para indicar su mala calidad. Dios miró con complacencia la ofrenda de Abel y no la de Caín quien se enfadó por ello y fue reprendido por Dios. El Señor dijo a Caín: “¿Por qué te enfureces y andas abatido?” ¿No estarías animado si obraras bien?” Acto seguido Caín llevó a Abel al campo y lo mató supuestamente golpeándolo con la quijada del esqueleto de un burro o camello. Posteriormente esta quijada se relacionó con la usada por Sansón para vencer a los filisteos.
Notando la ausencia de Abel, Dios le preguntó a Caín acerca del paradero de su hermano y él negó saberlo. Al evidenciarse la ocurrencia del asesinato Dios recriminó el acto pecaminoso cometido y condenó a Caín a sufrir una vida errante y estéril. San Agustín señala que la maldad de Caín fue causada por su “envidia diabólica” , siendo Caín el primer envidioso de la humanidad.
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El envidioso siempre está atento a las alegrías, logros o talentos del otro para intentar hacerle daño sin que el envidiado le haya dado algún motivo. Algunos escritos advierten a los niños para que sepan que la envidia existe y puedan superarla airosamente, destacándose la “Fábula de la serpiente y la luciérnaga” que dice así:
Cuenta la leyenda, que una vez, una serpiente empezó a perseguir a una luciérnaga; ésta huía rápido de la feroz depredadora, pero la serpiente no pensaba desistir. Huyó un día y ella no desistía, dos días y nada.
Al tercer día, la Luciérnaga paró y fingiéndose exhausta, dijo a la serpiente: -Espera, me rindo, pero antes de atraparme permíteme hacerte unas preguntas.
-No acostumbro a responder preguntas de nadie, pero como te pienso devorar, puedes preguntarme.
-¿Pertenezco a tu cadena alimenticia? -No.
-¿Te hice algún mal? -No.
-Entonces, ¿Por qué quieres acabar conmigo? -Porque no soporto verte brillar.
La luciérnaga se atrevió a recabar esa información, porque quería entender la situación que a todas luces le parecía sin sentido.
Una vez enterada de la envidia de la serpiente, se limitó a sonreír y volar más alto y rápido aún, con lo que la serpiente se quedó con ganas de ese bocado tan luminoso que demostró estar fuera de su alcance.
En un guiño final de su luz, el bichito alado le gritó a la serpiente, muy encima de ella: -“Es hora de que aprendas a brillar tú misma de un modo tan hermoso que aún nosotras las luciérnagas, observemos con admiración, tu gran resplandor”.
Por regla general el envidioso es un resentido y no tiene límites para tratar de desahogar su amargura interna. Quien perdona se agiganta ante Dios y los hombres.