Los desafueros son inherentes a la vida cuando se trata de gente agitada y sensualista que tendería a entregarse a unos tragos con chapuzones para luego a bailar en la enramada que más cerca quede, apenas llevando traje de baño pero delirando por usar aquello que cubre.
Descontroles equiparables en importancia al acto de respirar, que en la lógica de los embullados solo valdría la pena si la existencia conlleva los deleites del jolgorio. Al furor de su visión cortoplacista, las inhibiciones salen derrotadas sin importar que sean obligadas.
El «velo y corona» no sabe igual ni satisface vanidades, además de carecer de trascendencia, si los invitados no se abrazan numerosos a zapatear en la «hora loca» que en estos tiempos cierra los fiestones de boda.
Sin los abigarramientos de baile, las recepciones nupciales resultarían insípidas… que más insípidas vienen a ser mientras más dinero poseen los padres de los desposados.
El vaivén de las restricciones conduce a una acumulación de energía y de «ganas de gozar» a nivel popular y hasta en las capas superiores que siempre pueden ser inmunes a las patrullas rompegrupos pero, según se vio desde un comienzo, no al virus de saña letal que entró al país por convites en cotos de primera… y de impunidad.
Apaciguar con periodicidad de confinamiento la exacerbable naturaleza de una importante porción de la humanidad es muro endeble. Aquí y donde quiera se cuecen las habas del desbordamiento anímico. Adrenalina pura para echarse a los juntes medalaganarios e insalubres.
Los cuerpos buscan alivio, salga pato o gallareta, a los síndromes de abstinencia que a veces devienen absurdamente de privarse por más de un fin de semana de jugar dominó en medio de cofrades, algunos capaces de toser sin el impedimento de la mascarilla.
De no ver chocar el agua con los arrecifes o una puesta de sol, con una «jeva» a la izquierda y un pote a la derecha… sin que falte una caterva de mirones y compañeros de farra, «que las cosas buenas de la vida deben disfrutarse en compañía», aunque ese prójimo quizás llega ya «bien» acompañado del virus SARS-CoV-2 que no discrimina organismos.
El instinto gregario que se considera común a los individuos y que los lleva a eludir la soledad, acrecienta la pasión por reunirse de diferentes formas. Seres que se aglomeran «nostálgicos» por unos chicharrones de carretera y fama nacional.
Sin concierto ni orden, coinciden muchísimos amantes de la piel del cerdo creados por Dios para que un diablo, sin cuernos pero con caldero de freír, se ocupe de juntarlos.
Ahora los paradores de ruta se alinean en sucesión de cercanía. El viajero tiene libertad para escoger la multitud a la que prefiere sumarse. Se puede contraer una infección por acudir precipitadamente detrás de unas longanizas o por irse a la subasta por una pila de mangos banilejos.
En dirección a la región del Este aparecen unos bufés seductores que arremolinan a hordas de vacacionistas de diferentes procedencias.
A la vista las chuletas, el arroz con frijoles, espaguetis rojísimos y tostones verdes y maduros.
Un conglomerado de comestibles que hace agua la boca. Platos bien conocidos. Las únicas incógnitas serían los tipos de cepa que portan los compradores puestos tete a tete, codo a codo, a embelesarse en las sabrosuras.