Mercantilizar la dignidad

Mercantilizar la dignidad

Cada vez estoy más convencido de que el futuro se oculta detrás de los hombres que lo hacen posible, permanece escondido, agazapado detrás de su sombra, invisible para los demás pero obsesivamente presente, latiendo angustiosamente en la inacción, como el dolor de los enfermos crónicos, que incluso se permite dar una tregua, un respiro, como si se tratase de un alivio en plena agonía, y sin dejar de manifestarse, parece más llevadero, más cotidiano, más incardinado en nuestro ser.

Nos estamos acostumbrando al sufrimiento y eso no es bueno, no porque el hombre no lleve implícito en su condición el dolor como una extensión natural de sí mismo, como el amor, sino porque en esta agonía agigantada por el fantasma de la crisis estamos cediendo dignidad y conciencia hasta límites difícilmente soportables.

 Incluso en la corrupción existe un código de honor que acota los excesos cuando van contra la misma condición humana y somete la razón mediante el eficaz y terrorífico instrumento del miedo.

Hemos transigido hasta tal punto que hemos acabado mudando el derecho a la vida por el derecho a buscarnos la vida. Discúlpenme el exabrupto.

 Sé que en la actual situación de desintegración social no se puede bromear con el hambre y la privación, el tremendo estado de necesidad que asfixia a tanta gente, pero es tan ridículo, tan chocante, tan evidente el hecho de que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino que me permito el sarcasmo como arma arrojadiza contra los poderosos, nunca como insulto al pueblo sino como caricatura de un poder usurpado y deslegitimado cuya voracidad financiera y codicia de los bienes materiales solo es comparable a su absoluta falta de moralidad y desprecio de los principios éticos que permiten la convivencia en paz y libertad, una especie de espejo que deforma la realidad a conveniencia y devuelve la imagen grotesca y caricaturizada de uno mismo.

Créanme, las reglas básicas de la supervivencia cuando corren malos tiempos no admiten concesiones y al tratarse de tu estómago o el mío, se nubla la vista y se acaban las contemplaciones.

 La ira es ciega y, lamentablemente, inútil.

Sin embargo, la violencia, ejercida desde el derecho, dimensionada a las circunstancias de resistencia activa a las que nos vemos abocados, solo puede contribuir a estas alturas a devolver el poder y la soberanía a sus legítimos propietarios.

Debemos arrancar nuestra dignidad porque nos la han robado junto a la conciencia. La voluntad del pueblo no conoce límites. Son ya muchos los que estiman que todos los “recortes”  en el bienestar social son inasumibles, no sirven para nada o, a lo sumo, para empeorar la situación. Todas esas medidas acentúan la crisis, como estamos viendo; no generan oportunidades ni nuevos escenarios para el crecimiento, no permiten que nos desarrollemos, nos mutilan y nos condenan a la inanición.

Vean si no qué ha ocurrido con Europa y qué panorama se vislumbra desde la atalaya de la deuda soberana y el capital. Nunca creí en la idea de Europa y, en consecuencia, jamás aposté por un poder real de la Unión, al menos, un poder como el que ejerce y representa un Estado.

 Hicimos caso omiso a las señales que anunciaban el fracaso y ahora, en medio del vértigo, se quiere refundar un espacio político que únicamente existe en el ámbito económico y financiero y para ello no existe otro remedio que prescindir de la idea misma del Estado y sustituirla por el concepto de mercado.

Menudo panorama. En el viejo continente del mundo actual son necesarias nuevas ideas, renovados pensamientos que sostengan otra forma de hacer política. No podremos cambiar la realidad si ni siquiera somos capaces de entender qué es lo que está pasando. Hay que comprender el presente para poder cambiar el futuro.

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