¿Mesa sin vino en España?, muy raro

¿Mesa sin vino en España?, muy raro

Madrid.- Los países que producen vino son, por lo general, países que beben vino; hay excepciones curiosas, como Inglaterra, que lleva sin elaborar vino desde los tiempos de Enrique VIII pero que, a falta de vinos propios, ha mostrado siempre una gran afición a los que se elaboran en otros países.

La paradoja es que el país que, hoy por hoy, produce más cantidad de vino (más de cincuenta millones de hectolitros) esté casi a la cola del consumo por persona y año en Europa; pero eso es lo que sucede en España, que en menos de medio siglo ha pasado de consumir setenta litros por persona y año a unos ridículos 16,3, unas veintidós botellas cada año por persona. Para que se hagan una idea, cada francés se bebe al año 52 litros, y cada italiano, 51.

A mí esto me sonaba a estadísticas del tipo de las que demuestran que si usted se ha comido medio pollo y yo no lo he probado, nos hemos comido medio pollo cada uno. Pero va a ser que no, que es verdad, pese a que uno ve que la gente bebe vino; debe de ser que los bares que yo frecuento son de los llamados “de vinos”, cuyo nombre lo dice todo, y no piso los denominados “de copas”, así que mi visión es parcial.

Pero hace unos días, y en una región tradicionalmente bebedora de vino, de más vino del que producía, vi algo que, la verdad, no había visto antes. Habíamos ido a comer a un concurrido restaurante de tipo familiar, animados por muy satisfactorias experiencias anteriores. Está enclavado en un pueblecito llamado Barrantes, municipio en el que se produce vino con la variedad de uva albariño, buenísimo.

A pocos pasos de mi había un montón de gente compartiendo mesa; no bajarían de dieciocho o veinte personas, de todas las edades, con buen número de varones adultos, otras tantas mujeres, alguna señora mayor y unos cuantos menores. Un poco de todo: una fiesta familiar, pensé yo. Hasta ahí, normal.

Pero me fijé en lo que había sobre la mesa; al fin y al cabo, la tenía frente a mí.

En lo que a liquido se refiere, agua (la señora de edad), refrescos varios (la mayoría de las féminas y los menores) y cerveza (todos los hombres). Ni una botella, ni una triste copa de vino.

Bueno -razoné-; serán abstemios, que haberlos, haylos; pero un abstemio tampoco bebe cerveza, así que deseché esa posibilidad. Luego pensé: tendrán que regresar en auto, y si les pillan con más alcoholemia de la permitida serán sancionados incluso con la retirada del permiso de conducción. Pero ¿todos iban a manejar? Podía ser, pero la cerveza, en exceso, tiene las mismas desagradables consecuencias.

Otra posibilidad: miedo a la factura. No sé; yo he comido allí varias veces, y el precio del vino, sobre todo el de la zona, no es para asustar a nadie. El margen que se aplicaba al vino en los restaurantes hasta hace nada era, sí, escandaloso; pero, primero, los hosteleros prefieren hoy vender más vino más barato a tener vino inmovilizado por cargarle un doscientos por ciento o más y, segundo, ya digo que los precios de los vinos en esa casa no son como para disuadir a nadie.

Pudiera ser que no les gustase el vino. Teniendo en cuenta la localización del restaurante, en pleno centro de una zona vitivinícola de toda la vida, en la que el vino es uno más en la familia y la panda de amigos, se me antoja difícil o, al menos, raro.

De repente, se me iluminó la bombilla: el día anterior había acabado la LXII Fiesta del Albariño, en la que se beben, solo en los estands de la Feria, entre 70.000 y 80.000 botellas de albariño. Claro: mis vecinos de restaurante habían vivido a tope la Fiesta y estaban, literalmente, ¡hartos de vino! No, si todo tiene explicación.

 

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