Metáforas con toga y birrete

Metáforas con toga y birrete

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
A los antiguos filósofos los llamaban en Grecia fisiologoi, puesto que se ocupaban de desentrañar la realidad de los cuerpos físicos; a los viejos economistas les llamaban fisiócratas porque afirmaban que la tierra era la fuente de toda riqueza, que estábamos sometidos al rigor de los recursos naturales; hace tres siglos a los médicos se les decía también físicos, o sea, expertos en el cuerpo físico de los hombres. 

Ya no es así. En la actualidad a los físicos solo puede concebírseles bajo la advocación de Newton, de Einstein, Born, Planck o Heisenberg. Es visible que los nombres genéricos de los profesionales varían en el curso del tiempo; casi tanto como los de las profesiones mismas. Ya no es lo mismo un astrónomo que un astrólogo. Las palabras son elásticas y pegajosas; extienden su significado o adquieren significaciones nuevas; a su sentido original se les añaden  “pasajeros expresivos” que abordan el tren de los vocablos en calidad de parásitos semánticos.

La causa más frecuente de estos deslizamientos significativos es el arranque metafórico de las expresiones de la lengua.  Los sabios biólogos más formales creen que la vida surgió de una suerte de caldo original al que llaman “sopa primigenia”, una metáfora de cocina que debería avergonzar a esos profesionales. Los cosmólogos de hoy piensan que el universo está en expansión como resultado del Big Bang. En este caso se trata de una onomatopeya simple a la que agregan un adjetivo que la amplifica. Metáfora y onomatopeya son recursos poéticos que los científicos rigurosos estiman no deben ser empleados por los estudiosos de la naturaleza, de los objetos físicos que rodean al hombre. Esta bien que hagan uso de ellas los “literatos”, los poetas, los novelistas, que trabajan todos con asuntos de ficción; pero no es correcto que las usen investigadores de la materia, de los “hechos físicos” tangibles.

De todas las ciencias contemporáneas la de mayor prestigio es la física. La clásica y la moderna son ambas ejemplares y representan una continuidad creadora de la inteligencia humana. La mecánica de Newton y la mecánica quántica constituyen dos imágenes distintas del mundo que, a la vez, son una sola. Tal vez sean como el anverso y reverso de una medalla. Se nos dice que hay una ciencia de lo infinitamente pequeño –el átomo– y otra ciencia de lo infinitamente grande –la mecánica celeste o macrofísica–; y, además, el mundo de las magnitudes medias, donde habitamos hombres y animales. Los científicos esperan encontrar leyes que unifiquen los tres campos de la física. Los empuja el ansia irracional de la unidad, de lo uno y cerrado, como le ocurrió ya a Pitágoras. Los físicos están orgullosos de los procedimientos experimentales. Al razonamiento debe seguir la medición precisa, la cuantificación matemática, y a estas la prueba experimental, “marca de fabrica” de la ciencia moderna. 

Podríamos apartarnos de las metáforas, de las meras designaciones verbales de las ciencias individuales, y olvidar momentáneamente la idoneidad de los métodos de investigación, sean demostrativos o experimentales, para considerar “el contenido” de las llamadas ciencias físicas y naturales.  Quiero decir los resultados obtenidos a lo largo de la historia, las “verdades” conquistadas en un largo período.  Entonces veríamos que esas verdades irrefutables han sido sustituidas unas por otras, escandalosa o estrepitosamente.  La teoría del flogisto –una sustancia que formaba parte de los cuerpos y se consumía durante la combustión– fue desechada con el concurso de Lavoisier. Antes de que Lavoisier fuese guillotinado por la Revolución Francesa los físicos guillotinaban a los estudiantes que no aprendieran el mito del flogisto. Copérnico volvió inservibles las opiniones de Ptolomeo. Los científicos borran a menudo las lecciones de los libros y vuelven a “sacar la cuenta”. Lo mismo podría decirse del éter –un fluido sutil e imponderable, dotado a la vez de una elasticidad perfecta y de una rigidez insuperable–, esto es, un cuadrado redondo que ni siquiera podía pesarse. En el siglo XVII el éter gozaba de gran prestigio entre los astrónomos.  Se usaba para “explicar” fenómenos térmicos y eléctricos a la manera de los fabulistas, aunque con bastante mas pedantería.

Algunos tratamientos médicos muy en boga hace cincuenta años, que fueron aplicados a miles de personas con la seguridad de la cosa admitida por “los sabios consagrados”, llevaban en muchos casos a unas muertes “científicamente correctas”. Esos tratamientos, posteriormente arrumbados, fueron sustituidos por otros que podrían ser abandonados mas tarde. Pero mientras están vigentes se les tiene por los “últimos gritos” de la ciencia, un mote frívolo que solo se usa para los cambios en las modas de vestir. Cualquier persona de edad avanzada ha visto en su vida varias modificaciones de esta clase, en la ciencia médica y en otras disciplinas conexas: fisiología, farmacología, antisepsia. Nada de esto nos convierte en enemigos de la ciencias, todas admirables y enriquecedoras.  Pero consignarlo nos libra de actitudes fanáticas y aberraciones insostenibles. 

Ningún método de razonar conduce a la verdad absoluta y definitiva. Debemos conformarnos con verdades provisionales o acercamientos a la verdad. El error no es cosa exclusiva de literatos apasionados o de humanistas especuladores. También los científicos pueden chapotear en el error, con toga, birrete y cátedra. Es posible que el error sea únicamente una estación en el camino hacia la verdad, un tropiezo obligatorio de la mente para llegar a una certidumbre tranquilizadora.  Los errores los padecen los literatos, humanistas y científicos. En todos ellos es una enfermedad relativamente fácil de curar. Cuando se trata de políticos que caen en el error la cosa es más complicada o, como dicen los médicos, de “pronóstico reservado”. A consecuencia de estos errores sufre la sociedad entera.

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