Mi forma de conducir vehículos

Mi forma de conducir vehículos

Corría el año 1952 y aquella mañana esperaba junto a otros alumnos de la escuela normal de varones la guagua de dos pisos que nos conduciría hacia el plantel.

De pronto detuvo su vehículo frente a nosotros don Carlos Arias, propietario de una acreditada farmacia, y nos ofreció llevarnos.

El ofrecimiento se debió a que entre los que esperábamos el ómnibus figuraba un hijo del comerciante, conocido por el apodo de Papi.

Don Carlos conducía su automóvil a una velocidad que oscilaba entre los cuarenta y cincuenta kilómetros por hora, y recuerdo que pensé que si llegaba algún día a superar la condición peatonal, manejaría como él.

He cumplido al pie de la letra aquel deseo desde el momento en que posé mi anatomía en calidad de propietario de un medio de transporte motorizado de cuatro ruedas.

Y debido a ese hábito las reacciones de mis pasajeros, desde amigos hasta parientes, pasan de los cuestionamientos serios y pausados, a las frases burlonas contentivas de sonrisas y carcajadas.

Uno de mis viejos amigos del barrio San Miguel que mejor domina el difícil arte de la ironía es Ricardo Gil Morales.

Hace ya varios años transitaba por la avenida Independencia en mi vehículo cuando vi parado en una esquina a mi enllave, pintada en el rostro la expresión de potencial pasajero de carro público.

Frené, y abrí la puerta delantera derecha, invitándolo a entrar, pero el experto vendedor se negó con repetidos movimientos de cabeza, diciendo:

-Si no aparece un vehículo de pasajeros, me largo a pies donde voy, porque tengo prisa, y así llego más rápido.

Claro que aceptó la bola, pero le he narrado la ocurrencia del camarada miguelete a todo aquel que hace mofa de mi parecido con el suero médico de miel de abejas al conducir un automóvil.

En una ocasión les serví de chofer a mis hermanos afectivos Bosco Guerrero, Carmen Heredia de Guerrero, y dos de sus hijos varones, ambos transitando el placentero camino de la primera juventud.

El jefe de familia ocupó asiento junto a mí, mientras los demás se situaron en la parte trasera.

En el trayecto, los jovenzuelos no cesaron de reír, lo que atribuí a que desde su mirador se destacaba el déficit capilar de mi cráneo.

Pero cuando les expuse mi conclusión a la feliz pareja matrimonial, Carmen hizo la aclaración.

-No, Mario, no lo hacían por la escasez de tus cabellos, sino por la escasa velocidad de tu carro.

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