Mi lectora criticona

Mi lectora criticona

Entré a la sala de cine diez minutos antes de la hora fijada para el inicio de la película, cuándo escuché a mis espaldas una  voz femenina.

-¡Por fin me puso Dios cerca de uno de mis escritores favoritos! Venga, concédame el honor de sentarse a mi lado.

Accedí halagado a la solicitud de la dama, quien aparentaba estar transitando por la sexta década de su existencia.

-Seguramente llegó aquí en vehículo, pero recuerdo que escribió una estampa cuyo título era El peatón no es un ser humano, poniendo de manifiesto su desprecio por aquellos que usamos mayormente las canillas para trasladarnos de un lugar a otro- manifestó, con cara ceñuda.

– Señora, está equivocada, porque cuando escribí ese artículo, con treinta y cinco años de edad, era un sufrido peatón- respondí, disimulando mi desagrado con sonrisa fingida.

-Ah, otra cosa que no me gusta de sus escritos es que en ellos las mujeres en su mayoría aparecen como peleonas, gritonas, histéricas. Y en los relatos mas recientes pone a viejas adineradas a mudar jovencitos, y eso es muy raro; lo que abunda son bandidos vejestorios millonarios, con muchachas que podrían ser sus biznietas.

A medida que hablaba, el rostro de mi interlocutora aumentaba su expresión severa.

– ¿Cómo se explica que un hombre casado exalte en sus obras el mujerieguismo, la vida disoluta, de sus congéneres? ¿Es que acaso es de aquellos sinvergüenzas, charlatanazos, canallas, que les pegan cuernos a sus esposas?

Las  palabras fueron acompañadas  de fuertes palmadas sobre mi cabeza.

– No me diga que a su edad sigue de brechero. Narró que en su mocedad se encaramaba en árboles, y en techos de casas ajenas, para darle vistilla a las encuereces de mujeres que se sentían seguras porque estaban en sus hogares- dijo, aplicándome una cortada de ojos que me alteró el ritmo cardiaco.

– Pensándolo bien, no creo que le juegue sucio con otras mujeres a su esposa Yvelisse, pues no se cansa de afirmar que ella lo domina; y le diré que tan malo es faltarle el respeto a su compañera, como dejarse dominar por ella. Eso es propio de hombres poquitos, medio cundangones.   Gritando repentinamente que había dejado las llaves dentro de mi carro, escapé del regaño continuo de mi supuesta admiradora literaria.    Al retornar, me posé en la última fila, y cuando finalizó la película fui el primero en abandonar presurosamente el lugar.  

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