María Luisa Trejo es una excelente distribuidora de mis obras, pese a que su negocio de librería de la calle José Joaquín Pérez 153, en el sector de Gazcue, tiene un ostensible déficit de metros cuadrados.
Sin embargo, parece que a la gentil dama le va bien en relación con lo que mi exitoso colega Jochy Santos denomina “el zafaconeo del peso”, porque no solo adquiere numerosos volúmenes con mi firma, sino que además paga al contado.
Hace unos días me pidió que le llevara cien ejemplares con seis títulos de narraciones surgidas de mi torre pensante, y al llegar me saludó una hermosa clienta de manera efusiva.
-¡Ay, por fin puedo conocerlo personalmente, porque solamente me había topado con usted a través de la televisión, o por sus fotos en los periódicos!- exclamó sonriente.
-Menos mal que ya sabía que no califico físicamente ni para bandido de película de vaqueros, para que no experimente ninguna frustración- dije, mientras colocaba la carga sobre el piso.
-Usted es un hombre humilde y sencillo, porque pese a su fama y su edad, carga pesados paquetes con sus obras para llevarlos a las librerías- aseguró, mientras me dispensaba una mirada afectuosa.
-Señora- repliqué- no soy famoso, sino conocido; los famosos andan en yipetas y carros lujosos, y mi vehículo es pequeño, y lo compré de medio uso.
-No me sorprende que ande en auto modesto, porque son pocos los escritores que se han hecho ricos vendiendo novelas, cuentos, y mucho menos poesías.
Metido de lleno en la conversación, no había reparado en que mi interlocutora sostenía en su mano derecha un ejemplar del segundo volumen de mi obra Mujeriegos, Chiviricas y Pariguayos.
-Señora, me siento halagado de que haya comprado ese libro, y si desea, puedo escribirle unas palabras a manera de dedicatoria- expresé, agotando mi prácticamente inexistente vanidad literaria.
-Halagada me voy a sentir yo, cuando me autografíe este ejemplar, y agradezco a Dios haberlo conocido, ya que disfruto con la lectura de sus obras.
Tomé el volumen, esmerándome en escribir en él palabras de elogio a mi atractiva lectora, quien luego de darme las gracias, se marchó, y varios metros más adelante, abrió la puerta de una yipeta, entrando en ella rápidamente.
-¡Ay, se le olvidó pagar!- se lamentó la librera llevando ambas manos a su cabeza.
Todavía envanecido, le entregué a la librera uno de los ejemplares del mismo título que para ocasionales obsequios guardo en el baúl de mi automóvil.