Mi paso por El Vendrell

Mi paso por El Vendrell

Durante muchos años tuve un sueño recurrente: una esbelta señora vestida de negro paseando su delgado cuerpo por una angosta calle de paredes blancas, sobre las que caían rizadas guirnaldas de flores azul añil, bajo un reluciente sol.

¿Quién era? y ¿Dónde estaba ese lugar? Por mucho tiempo me intrigó la interrogante. Y me decía… será la bisabuela Juana caminando por alguna calle de un pueblito cercano a Zaragoza o alguna pariente de apellido Sanz de la región aragonesa. Cuando zarpó el barco de bandera española que trajo sus padres a América, mi abuela Juana Sanz, a quien llamábamos la nena, estaba aun en el vientre de su madre la española Juana Boog, quien parió en alta mar.

Así que en mi reciente viaje a España, como muchos otros descendientes de españoles, me invadió la nostalgia y quise acercarme a un lugar de mis ancestros catalanes, los Defilló. Como está tan cerca de Barcelona, ciudad en la que pasé mis vacaciones, visité El Vendrell, justo a 50 minutos de allí, donde mis hijas Silvana y Valentina realizan maestrías médicas.

Región de crianzas vinícolas, El Vendrell acuna un pasado interesante; allí estuvieron los romanos en su época de conquistadores y fue cuna, entre otros ilustres personajes, de uno que trascendió fronteras: Pau Casals Defilló, uno de los grandes Pablos de la humanidad.

Me sentí emocionada de pisar tierra de parientes: Pilar Defilló Amiguet, su esposo Carles y sus doce hijos, entre los cuales estaba el Maestro Casals. Pilar era hermana de mi bisabuela Leonor Defilló, que a su vez era la madre de otro ilustre hombre de las ciencias médicas, el doctor Fernando Alberto Defilló, quien junto a su esposa Juana Sanz Boog procreó igualmente una larga familia de nueve hijos.

Yo conocía parte de la vida del gran músico; su virtuosismo y el don de su sensibilidad humana que lo convirtió en ente de valía universal. Llegamos al Vendrell hacia el mediodía y de inmediato nos cautivó su aspecto pintoresco. Arboles medio desnudos con sus verdes tan distintos, un tanto opacos, verdes de invierno y las florecillas adornando los balcones de hierro que parecían darnos la bienvenida haciendo más agradable este invierno mediterráneo. Y aquel olor tan especial, mezcla de marisco, azafrán y tabaco; tan antiguo como su misma historia. Todo como un retrato para calmar mi nostalgia.

No está tan lejos el mar ni los heroicos recuerdos en cada jornada de antaño, cuando la guerra quebró su mansedumbre.

Al llegar cruzamos unas lindas y estrechas callecitas hasta encontrar una pequeña plaza donde había un mercadillo, o venta de artículos al aire libre, muy organizado. Allí nos detuvimos a ver y a disfrutar la gracia con que aquellos vendedores ambulantes invitaban a comprar sus artículos y atendían a sus compradores. Hacía un frío agradable, sin vientos molestosos y todo bajo un límpido cielo azul.

Seguimos caminando y vimos a un oficial de la policía municipal, y al preguntarle cómo llegábamos a la casa natal de Pau Casals, nos explicó cortésmente. Luego, le dijimos que éramos sus parientes de Santo Domingo, y nos contestó emocionado: ¡Ah, el Maestro! Yo fui a su entierro.

Impresionada por aquel momento inolvidable, mi hija Valentina, quien me acompañaba, y yo, divisamos la casita humilde, vetusta… y el magnetismo de su historia nos invadió de repente. Con Joan Colet, un joven guía, nos adentramos al mundo del maestro, mientras de fondo se escuchaban las notas de su privilegiada inspiración, que destacaba su prodigiosa ejecutoria en el violoncello. Aquellos fueron instantes plenos de grandeza musical en ese entorno rebozante de recuerdos de una vida excelsa.

En la segunda planta, ambientada en la época, un pequeño comedor y una estancia y el piano que ante nosotros, sus parientes de Santo Domingo, y con el relato de Joan cobraban vida.

Nos parecía sentir como el niño Pau nutría su espíritu con la sabia orientación de sus padres músicos. Ella pianista de finas dotes y él violinista consagrado a la enseñanza.

En una foto Pilar, madre de Pau, mujer según sus propias palabras, «de gran temperamento, excepcional, genial», junto a su esposo Carles y el niño virtuoso que a los nueve años ya tiene el primer violoncello fabricado por su padre y un amigo, al que llamó «la calabacita».

Es tarde y hay que seguir la ruta de El Vendrell hacia la Villa Casals, una hermosa casa junto al mar que él dijo era «la expresión y síntesis de su vida de catalán y de artista».

A la Villa Casals se llega atravesando el pueblo costeño de San Salvador, increíblemente limpio y amorosamente construido con pequeñas villas y edificios de apartamentos adecuado para disfrutar del entorno marino. En calma durante el invierno, cobra vida y colorido en verano, cuando sus musas despiertan al sol para inspirar de nuevo a las almas soñadoras.

De pronto allí, a orillas del Mediterráneo, espumoso y frío, la Villa Casals construida al estilo romántico de la época, hoy convertida en museo. Sus paredes y bellos jardines que narran parte de la historia de aquel hombre luchador por las libertades cívicas y digno defensor de la paz en el mundo, expresándolo así en esta cita «en su vuelo, las aves, al batir sus alas, van diciendo paz, paz, paz.

La historia de El Vendrell y de Casals, como tantas otras de la vieja Europa que se renueva cada día, es la innegable huella del pasado que forjó las bases a partir de las cuales con sus sueños y quimeras, su pujante espíritu y su herencia indoafroespañola y que muestra al mundo cuan bella y noble es la mezcla de colores, inteligencias y ritmos que hizo surgir entre los mares azules, este «faro de luz» que llamamos América.

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