Mi Santiago de los setenta: Un encuentro con la obra de Julio González

Mi Santiago de los setenta: Un encuentro con la obra de Julio González

Mi muy estimado Don Julio:
¿Quién hubiera dicho que 422 fotografías, 22 años de lejanía y la pasión por nuestro pasado nos traerían en convergencia al inconmensurable espacio de una carta? Como buen santiaguero me identifico siempre por mis orígenes: soy Tony Gil, el segundo hijo de la Dra. Brunilda López, hija de Don Augusto López del Callejón Jácuba una vez llamado “Territorio Libre de América” ya dejaremos eso para más adelante.

Don Julio, no se cuales habrán sido las críticas y comentarios recibidos por usted, con respecto a su obra “El Santiago de los 70” pero a mis manos llegó apenas hace una semana. Su testimonio me ha puesto a explorar regiones de mi memoria que, como archivos antiguos, estaban engavetados “en un baúl de recuerdos”.

En realidad nuestra identidad con Santiago se acrecienta cuando, no tan sólo el tiempo sino también la distancia, nos alejan de nuestras preciadas calles y rincones. La separación física de nuestra “Ciudad Corazón” nos hace apreciar, aún más, cada objeto parte del rompecabezas que conforma nuestro pasado. Queremos conservar en cada una de estas piezas nuestra juventud eterna y el recuerdo vivo de los que ya han partido en un viaje infinito.

Permítame, Don Julio, usar sus fotos para así contarle una parte de mi vida la cual inevitablemente usted plasmó en blanco y negro al captar los escenarios donde tantos episodios de ella se filmaron. Déjeme caminar en sus páginas, las calles que un día fueron mi Mundo y por las cuales hoy lloro la pena de verlas desaparecer o ser transformadas, sin respeto a nuestro pasado, y menos aún, a la arquitectura de nuestra querida ciudad.

No es motivo de sorpresa pues, que su colección fotográfica: “El Santiago de los 70” y las palabras de introducción, me hayan hecho detener el tiempo en esta tarde sabatina y me hayan hecho volver (con nostalgia y melancolía) a recorrer las calles de mi pueblo y a lamentar a la vez la destrucción de nuestro pasado, la cual ha sido hecha de una forma tan absurda, caótica y humillante, para no llamarla vergonzosamente irresponsable.

“EL CALLEJÓN JÁCUBA Y EL CENTRO DE LA CIUDAD”

Al Jácuba nunca le llamamos “Calle”, sino “Callejón”. Todos los que compartíamos esas dos cuadras nos conocíamos y las vidas y novelas de cada casa eran de una forma u otra parte del vecindario. Fue así, como me cuentan, que de niño no pude dormir y me enfermé la noche que el SIM se llevó a Manolo González de su casa, en la Jácuba número 8. Recuerdo cuando celebramos todos, las bodas de Verónica Franco (hija de Don Román Franco Founder y Dña. Yolanda Balcácer). También cuando se vociferaban cantos revolucionarios en los años sesentas, y alguien pintó un mural en la pared al frente de la casa de los Franco (Jácuba #24) que leía: “Jácuba: Territorio libre de América”. Lloramos desconsolados la muerte de nuestra querida Natasha López; y nos reímos a carcajadas el día en que cerramos el callejón para la inauguración de las nuevas luces de mercurio y “El Chino” (hijo de Don Juan Tomás Lithgow y Dña. Juanita Contreras) sentado en la galería de Dña. Lucila (Jácuba #12), le dijo de forma jocosa y como si fueran “grandes amigos”: “Ucho, tu ere’un perro!” al entonces Síndico de la Ciudad mientras este caminaba el Callejón “modernamente” iluminado “Cosas de muchacho Don Ucho” parecía que todos dijimos al unísono. Estas son solamente, ínfimas muestras de todo un volumen de historias que se originan en estos apenas 300 metros.

Nuestras dos cuadras eran un Universo infinito. Las esquinas tenían nombre, dándole a estas manzanas una especie de dimensión urbana gigantesca al estilo de cualquier metrópoli como New York o Londres. Así se hablaba de “la esquina de Tagra”, donde se jugaba ajedrez. “La esquina de Porfirio” con su pulpería. “La esquina de Montero”, por estar la casa de Don Plácido Montero y Dña. Charito. No me pregunte por qué, pero todos los mítines políticos comenzaban en esa esquina Estaban también la de “Dalsan” y “la de Kirsis” (la cual conservó su nombre aún mucho después de que ella se mudara y vinieran los Peralta a vivir allí). ¿Cree usted que bromeo? No lo hago. Para darle una idea de cuán grande era nuestro Callejón, en el año 1963 nos mudamos de la Jácuba 7 a la Jácuba 22 ¿Cuántas familias conoce usted que se mudan de una casa a otra en la misma calle? Para nosotros los muchachos, fue algo increíble, nos trasladamos (como se diría hoy en día) del “Jácuba Sur” al “Jácuba Norte” sólo por cruzar la calle Independencia y estar más cerca del Parque “Los Laureles” y de la baja’ita de Aya (Áurea Alfonso, hija de Don Joaquín Alfonso) íntima amiga de mi Madre, que por años vivió en la Benito Monción esquina Avenida Hermanas Mirabal. De la Jácuba 22 recuerdo haber visto a mi Padre (Dr. José Gil Rosario) salir cabizbajo, triste y con su corazón destrozado, con el golpe de estado que derrocó al Prof. Juan Bosch. Su pena se unía a la de un pueblo que añoraba ver convertido en realidad el sueño de ser realmente libre.

Desde la esquina de Porfirio, recuerdo haber visto hacia arriba, en la Calle Independencia, para alcanzar a ver junto a Don Román Franco (en esa época, Director del Archivo Histórico de Santiago) el humo de las explosiones y los helicópteros, en la batalla del Matum en la revolución de Abril del 1965.

Caminar a la escuela era lo que comúnmente se hacia en esos años. Sin embargo, cuando nos mudamos del Jácuba 22 a la Ave. Hermanas Mirabal 70, la ruta “A” se convirtió en una lógica solución Santiago Rodríguez, luego izquierda en la Restauración y subir hasta la Sánchez o a la Cuba para llegar a nuestro querido “Instituto Iberia”. Ahora bien, como el consultorio de mi Madre estuvo siempre en la Casa de mis Abuelos (Jácuba 7), la rutina era bajar caminando del Instituto Iberia al “Callejón”. Si estaba lloviendo y no teníamos dinero, cualquier cochero “parqueado” en el Parque Colón nos bajaba éramos nietos de Don Augusto López y aún más, sobrinos de José.

Las caminatas nos daban una oportunidad inigualable de explorar nuestras calles y crear fantasías, mientras el sol abrazante del medio día parecía ser ignorado por nuestros jóvenes cuerpos, cubiertos de piel resistente Había también trucos y desvíos para refrescarse. Por ejemplo: en lugar de doblar la San Luis desde la Calle Del Sol, uno entraba al Correo sus gruesos muros y la altura de su techo lo mantenía siempre fresco o uno sencillamente miraba tímidamente al policía en la puerta del Chase Manhattan Bank, abría uno la pesada puerta de cristal, metía la cabeza y sentía el frío del poderoso aire acondicionado y el olor a “nuevo” que siempre tenía La bajada de la Beller (entre las Calles Mella y la San Luis) siempre se sentía fresca y a lo lejos el eco de los radios con las noticias, Tres Patines, El suceso del día o una guitarra hawaiana, que era el tema de entrada para un programa de música suave daba un matiz familiar al trayecto. Nos hacia sentir como si todas las casas fueran las nuestras y, lo que en esa época para nuestros ojos era un gran espacio, se convertía en un Hogar Común, nuestra “Ciudad Corazón”.

“¡BIENVENIDOS A LA JOYA!”

La música de Félix del Rosario llenó súbitamente mi habitación, me paré encima de la cama para ver por la ventana que daba hacia la calle Capotillo, y averiguar qué estaba ocurriendo. Una “guagüita anunciadora” nos robaba la siesta, para compartir con nosotros la gran noticia: “Esta noche: a gozar, a bailar y a divertirse en la Avenida Hermanas Mirabal esquina Capotillo”. – ¡Mi casa!”… Me dije incrédulo y todavía atónito La voz seguía explicando “En la Barra El Encanto”

Nuestra llegada a La Joya fue como un viaje a otro país Nuevas caras, nuevas “novelas” y ciertamente: nuevos “ritmos de vida”, harían de este nuevo vecindario, testigo de mis años de adolescencia y de mis últimos años residiendo en el país.

En “la Avenida” se jugaba pelota, no en el medio de la calle como en el “Callejón”, aquí habían espacios amplios en el paseo peatonal adornado por robles enormes a los lados y con framboyanes intercalados con las luces del centro Toda una gama de apellidos nuevos llenaron de pronto mi nuevo diccionario: Esteban, Martínez, Olivares, Gómez, Pepín, Sánchez, Battle y obviamente los apodos, anécdotas, y lugares “exóticos” no faltaban en esta área de la Ciudad, donde el Carnaval y las Navidades se celebraban 365 días al año: Vitol, Teté Gasó, Las Completas, El Secre, Papín “el hijo de Don Pieter” (el cual en apenas un par de años sería mi hermanastro), las Mañanitas, “El Patio”, “Café Confi”, Momoncho, Magali, Carolina, Vitico, Quelita Y allá, apenas a unas cinco cuadras: “el Yaque dormilón”….

Otra ventaja de vivir en la Avenida Hermanas Mirabal #70, era su cercanía al Gurabito Country Club, era sólo cuestión de bajar la Capotillo, saludar a Antonia (una prima de mi Madre) que vivía antes de llegar al final de la calle, luego doblar a la izquierda, encontrar la Anselmo Copello, doblar a la derecha y caminar hasta el encuentro con la Avenida Imbert, pasando en ese trayecto los márgenes de otro territorio de la ciudad “Baracoa”, con su legendario “night club”.

Es imposible intentar narrar, sin escribir un libro, todas las historias que en “el Country” se encierran. De madrugada solía caminar hasta la Santiago Rodríguez y de ahí a la “Hermanas Mirabal” era una vía más “iluminada y segura”. Además, si se tenía hambre, uno podía dar “dos pasos más”, llegar a donde Máximo y deleitarse con sus ricos “apla’taitos” y batidas.

Ya que estamos en esta zona de la ciudad, le comento Don Julio, que una de mis memorias de niñez toma lugar en la Plaza Valerio, donde mi Abuela nos llevaba a jugar y podíamos disfrutar de la amplitud de dicho parque, en el cual podíamos lanzar las “flechas de indios” sin temor a ningún obstáculo. Su fuente central, construida en granito color crema marfil, estaba siempre hermosamente cuidada y daba al ambiente una frescura agradablemente primaveral. El puesto de policías en la esquina noroeste del parque estaba siempre protegido por la sombra de grandes y copiosos árboles no recuerdo nunca, aún en mis años de adolescente, haber pasado por allí sin que no se sintiera ese rincón característicamente húmedo y frío.

Los años pasaron, los setentas se fueron y con ellos muchas calles y casas, en 1982 me mudé a Estados Unidos, para hacer los arreglos para comenzar mi entrenamiento de post grado. Dejé a Santiago atrás, pero con toda mi vida encerrada en sus calles y avenidas, con toda mi gente viendo la ciudad crecer, y en las noches ver como las faldas de las montanas eran adornadas por ‘luciérnagas’, producto del “progreso y el crecimiento” de nuestra ciudad.

“EPÍLOGO”

Y así ve usted, estimado Don Julio. Aún sigue mi vida enmarcada en las calles de Santiago y conservo dentro de mí, la misma pasión que hace más de 30 años atrás unió a un grupo selecto de jóvenes, para con sus talentos y sus lentes atrapar destellos luminosos, y a uno de ellos lo guió a grabar en papel, la luz que cada rincón de nuestra hermosa “Ciudad Corazón” reflejaba. Usted, como astuto clarividente de lo que se avecinaba, así lo hizo.

Hoy tengo el privilegio de revivir mi vida al andar por las calles que usted, increíble y tristemente, ha inmortalizado en blanco y negro. Sigo siendo orgullosamente Santiaguero.

De usted se despide S.S.S.
Tony Gil
Port Charlotte, Fl
Noviembre 13, 2004.

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