Mientras no se escarmiente como se debe…

Mientras no se escarmiente como se debe…

Las informaciones y denuncias públicas que nos llegan desde los medios de comunicación con inusual frecuencia sobre el uso alegre que de los fondos públicos que hacen funcionarios del presente gobierno, nos hiela la sangre.

No es que sea esto una novedad, y es de ahí lo peligroso. Nos hemos acostumbrado a ver y a callar. A sonrojarnos apenas y mirar el espectáculo del mal con indolencia supina.

Nos maravilla la impunidad, el desparpajo conque tales funcionarios se autoconfiesan responsables de hechos no solo contrarios a la ética de la función pública, sino también a la propia Constitución y a las leyes adjetivas que privan de libertad y castigan con multas a los culpables de malversación de fondos, cohecho o prevaricación.

Los funcionarios que así actúan faltan, a sabiendas, a sus deberes esenciales y merecen la repulsa de la opinión pública y de sus conciudadanos. Ejemplarmente.

Ignorante de los deberes y las obligaciones que la Constitución establece, es bueno aquí recordárselos como ejercicio democrático. Como una advertencia de lo que pudiera ser si llegan a tiempos mejores. El artículo 102 de la Carta Magna prescribe: «Será castigado con las penas que la ley determine, todo aquel que para su provecho personal sustraiga fondos públicos o prevaleciéndose de sus posiciones dentro de los organismos del Estado, sus dependencias o sus instituciones autónomas, obtenga provechos económicos. Serán igualmente sancionadas las personas que hayan proporcionado ventajas a sus asociados, familiares, allegados, amigos o relacionados…» A la Constitución sólo le faltó ponerle nombre y apellidos a los maleantes.

Se escudan ellos en la impunidad. En el hecho histórico de que el robo y el desfalco de los fondos públicos está permitido desde el momento en que ningún ladrón o desfalcador ha sido traducido a la Justicia, ha parado en la cárcel y ha cumplido sentencia definitiva.

Siempre se escapan. Siempre encuentran un padrino providencial, una estratagema judicial, una complicidad bochornosa que los encubre o los liberte, y pasan a ser los intocables. Los que colocados por encima de la Ley, representan la hez de la sociedad cuando imponen la propia, la que les otorga el poder abusivo e ilegítimo que crea el caos institucional, el pantano cenagoso donde medran y pretenden hundir a los demás.

La sociedad, ahíta de estas inconductas no sancionadas, los contempla impotente.

Y alienta, con su indiferencia, la continuidad y proliferación de tales desmanes. Nos contentamos con comentarlos en los círculos familiares y sociales. En una tertulia. Con avergonzarnos, quizás, de vivir en una sociedad tan falta de respeto. Pero ello no es suficiente.

La sociedad civil debe reaccionar. No basta con castigarlos emocionalmente, cada cuatro años, con un voto de rechazo que nada compone, si no sumamos correctivos. Debe ella organizarse y utilizar los medios legales que la Constitución advierte y que las leyes contemplan. Fortalecer, con su acción militante, la reforma judicial, su independencia. Activar los mecanismos preventivos. Aquellos que la vida civilizada nos impone para no desaparecer y preservarse. Iniciar una cruzada efectiva contra la delincuencia de cuello y corbata. La élite de la Corrupción. La que nada teme y actúa imprudentemente porque asociados con los encumbrados en el poder político y económico, les auspician y porque confían en el olvido total y en el perdón cristiano del ciudadano votante para luego seguir engañándolo y haciendo malandrinadas.

Basta de tolerancia. En el silencio y en la pasividad se halla la complicidad. En palabras de Martí, contemplar un crimen y no denunciarlo es cometerlo. En las de Juan Pablo Duarte, nuestro Apóstol, «mientras no se escarmiente a los traidores como se debe, la Patria será siempre víctima de sus maquinaciones». Comencemos a construir el futuro.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas