MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS
La extrema pobreza expulsa campesinos a las ciudades

MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS <BR><STRONG>La extrema pobreza expulsa campesinos a las ciudades</STRONG>

Me estremecí. Difícil expresarte lo que sentí al enterarme, no lo creía. Balas ajusticiadoras silbaron en el silencio la penúltima noche del mes de las lluvias, rasgaron la insularidad mostrando nuevos mundos, otras realidades, alentando migraciones que a campesinos llevaron del burro al motoconcho o al avión, del bohío a los imponentes rascacielos de Nueva York, del rupestre y solitario ámbito rural al rutilante paisaje neoyorquino.

Te contaré lo ocurrido. Fue como si descorrieran un telón y apareciera un escenario distinto. Tras un forzoso claustro, República Dominicana reabría sus fronteras internas, las puertas al exterior, se insertaba en las corrientes migratorias de un planeta trashumante, con una población en contínuo movimiento que conduce mexicanos a California, turcos a Berlín, dominicanos a Estados Unidos y a España, gente que va y viene tejiendo una interculturalidad que de generación en generación transforma la fisonomía de los pueblos.

Una incesante movilidad de poblaciones itinerantes que trasladan la pobreza de Haití a República Dominicana, y la nuestra a Nueva York, multiplica los boat-men haitianos y los balseros cubanos, lanza al mar a dominicanos en yolas y en pateras a africanos. Un fenómeno de larga data, duplicado desde los años setenta, cuando los inmigrantes del planeta sumaban alrededor de 82 millones, remontándose en la actualidad a 192 millones, el 3.3% de la población mundial. Una de cada 35 personas está fuera de su tierra natal.

El boom migratorio dominicano eclosionó tardíamente, a inicios de los sesenta cuando, saboreando la libertad, iniciábamos el abrupto y traumático tránsito hacia la democracia. De repente, la gente podía hablar, moverse, vivir en Santo Domingo o Santiago, Venezuela o Nueva York. Enterraban la sumisión, rompían el silencio, despojándose de su pasividad, del miedo paralizante, expresándose en huelgas y turbas iracundas. Se involucraban en el sindicalismo y la política, una pasión que se enciende al regresar los exiliados antitrujillistas.

Liberado el impulso migratorio contenido por la represión, al caer la tiranía estalló la revolución de las expectativas, la población quería cambiar, romper la rutina que los aletargaba, mientras las transformaciones políticas, sociales y económicas de los años sucesivos despertaban ansias de mejoría.

En esos días, viví uno de los episodios más fascinantes de la historia contemporánea dominicana, en el que tuvo un protagonismo descollante la generación del sesenta, a la que pertenezco. Mujeres y hombres idealistas, rebeldes, soñadores que, aunque con debilidades y flaquezas, tenían un alto sentido de la solidaridad. Lucharon por el bienestar colectivo, por materializar utopías transformadoras, reclamando una justicia social que erradicara la desigualdad y la pobreza. A muchos le costó la vida, tempranamente segada durante el represivo gobierno de Joaquín Balaguer. A otros los lanzó al exilio.

Un gigante dormido

Tras el barniz del modernismo trujillista de fachada, afloró la pobreza de una creciente masa campesina, un gigante dormido, anestesiado por la ignorancia y la resignación, que comenzó a despertar. Una población de analfabetos, desnutridos, sobrevivientes de la despiadada expoliación, privados del derecho a la salud y la educación, a una vida digna que esperanzados salieron a buscar en enormes oleadas.

Miles abandonaron el deprimido y desolador escenario del drama campesino, delator de injusticias sociales con sus bohíos de cana y yagua que poco varían del habitado por sus ancestros taínos. Dejaban el conuco, el trabajo jornalero en las fincas de café, cacao y arroz, tiraban el machete, recogido por haitianos.

Protagonizaban una historia de expropiaciones que los llevaba desesperadamente a la nociva tumba y quema, a la producción de carbón vegetal que aún agrede el frágil equilibrio ecológico en las zonas más deprimidas del Suroeste y el Noroeste. Se marchaban. En el ámbito rural quedaban las grandes disparidades e injusticias, los latifundios y minifundios, desestabilizadora estructura que concentra en pocos dueños la propiedad de la tierra, apenas rozada por la reforma agraria.

Con su alforja repleta de pobreza, insalubridad e ignorancia, también de esperanza, una ríada de labriegos invadía las cuidades que los arrojaban a la periferia, desarrollándose un vertiginoso proceso de marginalización, de oprobio y de vergüenza.

Te diré que el éxodo transfirió a las zonas urbanas casi 400 mil personas entre 1960 y 1970. Los datos censales revelaron la alta movilidad, uno de cada cinco dominicanos fue empadronado en una provincia distinta a su lugar natal, entre ellos mi familia, que se había trasladado a la capital para que yo estudiara.

El éxodo proseguía. Lo facilitaba una conexión más dinámica entre las zonas rurales y urbanas a través de nuevas carreteras, puntal de la industrialización y la modernización, vía de penetración de nuevas manufacturas y de rasgos culturales procedentes del extranjero. Su apertura incrementaba el ritmo de los cambios que el país experimentaba.

Fenómeno policausal

Como testigo de la incesante migración campo-ciudad, comprendí que ese fenómeno policausal respondía a las desiguales oportunidades socioeconómicas, geográficas y ambientales, a factores culturales que guían las expectativas de la población para satisfacer necesidades vitales. A la par con la inequitativa distribución de los recursos del desarrollo en perjuicio del agro, lo indujo el acelerado proceso urbanístico, el boom de la construcción que consolidó la primacía de Santo Domingo y atraía fuerza laboral haitiana. Lo impulsaba el fiasco de la segunda fase del modelo sustitutivo de importaciones, propulsor de los desequilibrios espaciales y la microcefalia urbana, al concentrar la capital las principales inversiones en la industria, infraestructura vial y vivienda, salud, educación y otros servicios básicos.

Para darte una idea del peregrinaje de los desposeídos, te diré que de 1970 a 1981 arribaron a las ciudades 700 mil personas,  en alta proporción expulsadas por la extrema pobreza y la ignorancia, el régimen de tenencia de la tierra, desventajas en la comercialización y los exiguos salarios.

Llegaban sin que los esperaran, a la búsqueda de un techo y un empleo inexistentes. Eran parte de los excluídos, miles de hombres y mujeres cuya estancia en las urbes derivó en una subutilización de los recursos humanos, evidenciando la incapacidad del modelo económico para desarrollar las fuerzas productivas.

Cierto que Santo Domingo requería una mano de obra para la industria manufacturera y la construcción, pero no una inmigración tan desenfrenada. No estaba apta para recibirla, carecía de infraestructura habitacional, y los cordones de miseria cubrieron terrenos estatales baldíos, transformando geográficamente la ciudad sin previsión alguna, provocando enormes carencias en servicios sociales, agua potable, transporte, recogida de basura, drenaje.

La superpoblacion marginal aumentaba y el empleo escaseaba, integrándose una alta proporción de los inmigrantes al mercado informal. Proliferaron los puestos de ventas, los tarantines diseminados en toda la geografía urbana, llenándose las calles de chiriperos, de desempleados que procuraban una plaza en la burocracia gubernamental mediante los nacientes canales de la política, convertida en un mercado laboral al institucionalizarse el alienante clientelismo.

Exiliados económicos

Al caer la tiranía se observó un cambio de actitudes, sobre todo en los jóvenes. Fermentaba la rebelión por el golpe de Estado contra el presidente Juan Bosch, expresada en la Revolución de Abril de 1965, que provocó la segunda invasión militar norteamericana, combatida con heroísmo. Al término de la contienda, nuevamente el exilio, constitucionalistas son compelidos a salir del país, como desde 1966 numerosos opositores balaguerista que huían del brazo asesino de los “incontrolables” o la “banda colorá”.

En realidad, la masiva migración externa desde mediados de los sesenta fue de exiliados económicos. No los expulsaba la represión, buscaban un empleo, un medio de vida. Múltiples factores condicionaban su empuje masivo: la inestabilidad en el primer lustro en el decenio del sesenta, la aguda desigualdad y exclusión social de un modelo que, pese al elevado crecimiento económico en los setenta, no satisfizo las necesidades mínimas de la población.

En esos años se crearon favorables condiciones externas para optar por la emigración entre las estrategias de supervivencia. Estados Unidos cambió su legislación migratoria, las enmiendas Harr-Cellar de 1965 modificaron las políticas de restricción racial y sistemas de preferencia. Ese país y otras pujantes economías demandaban mano de obra barata de naciones deprimidas y la emigración se constituyó en una alternativa viable de movilidad social y económica.

Cargando su equipaje de esperanzas, familias campesinas, sobre todo del Cibao, se marcharon a Nueva York, donde tejieron redes que atraían a nuevos migrantes deseosos de materializar el sueño americano. Los requisitos para viajar eran mínimos y, además, operaba un consulado en Santiago que facilitó la tramitación, posibilitando el fenómeno de comunidades como Sabana Iglesia, con gran parte de su población en esa urbe. Emigraban pobladores rurales de esa y otras regiones, pero había un predominio urbano que se ha mantenido.

Mientras muchos se ausentaban hacia Estados Unidos y Puerto Rico, surgió el boom de la migración a Venezuela, y al finalizar los setenta los principales destinos de emigrantes concentraban 206 mil dominicanos en el exterior. Otros registros los cifraron sobre los 300 mil hombres y mujeres expulsados de su tierra natal por un modelo de desarrollo vulnerable, caracterizado por cíclicos vaivenes y una invariable y paradójica constante: generar pobreza en la abundancia.

Enorme brecha

Una enorme brecha se abría con la desatención del campo entre la agricultura tradicional y el pujante sector manufacturero que absorbía casi todos los recursos para el desarrollo, sin producir las plazas laborales que demandaba el éxodo campesino. En 1970, el empleo agropecuario era cuatro veces superior al que suplía la industria, la que, no obstante, generaba un producto dos veces mayor.

De 1968 a 1977 la producción manufacturera aumentó en 250%, mientras la agropecuaria languidecía, obligando en 1978 a la importación suplementaria de rubros alimenticios como arroz, maíz, leche, papa y aceites vegetales para suplir el creciente déficit en la producción nacional.

Pese al considerable crecimiento económico, sobre todo en el primer quinquenio del setenta, aumentó la pobreza relativa y absoluta. Para 1970 el 50% de la población participaba solo de una décima parte del ingreso nacional, en tanto una exigua minoría, el 6%, absorbía la mitad.

 

Población

Censo 1970

Habitantes        Urbana Rural    Densidad         Incremento       Tasa

                            Hab./km.2           crecimiento

4,009,458        1,593,299        2,416,159                82.4                 31.6%  3

Distrito Nacional 813,420 Habitantes


Censo 1981

Habitantes        Urbana Rural    Densidad         Incremento       Tasa

                            Hab./km.2          crecimiento

5,545,741        2,880,879            2,664,862           113.9                38.4%  2.9

Distrito Nacional 1,540,786 Habitantes

Fuente: Censos nacionales de población

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