MIGRACIÓN: CAUSAS Y EFECTOS
Represión trujillista frena las migraciones

MIGRACIÓN: CAUSAS Y EFECTOS <BR><STRONG>Represión trujillista frena las migraciones</STRONG>

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Ni en contra ni a favor, nada decía. Un mutismo absoluto sellaba los labios de mi padre, miembro involuntario de la generación del silencio que amordazó la tiranía, cuyos cerrojos reforzaron la atrofiante insularidad, aislándonos del contexto latinoamericano y del mundo. Sin referentes externos, vivíamos en un limbo ajeno al acontecer internacional, proyectándonos la rimbombante retórica trujillista como nación vanguardista, una imagen distorsionada, magnificada, que desmentía la ignominiosa realidad, el rezago de una población empobrecida, en supina ignorancia.

Durante más de treinta años, la represión y la violencia marcaron los cambios socioeconómicos y tecnológicos en la sociedad dominicana, mediatizados por un aislamiento político y cultural que acentuó la arritmia histórica. Rígidos controles frenaron la movilidad humana convirtiendo al país en una cárcel de la que difícilmente se podía escapar.

Viajar al exterior era privilegio de muy pocos, una odisea o un peligroso desafío al régimen. Pese a ser un comerciante acomodado, papá prefirió abstenerse de conocer lo que contaban los libros sobre Berlín o París, pues los pasaportes pasaban por el filtro del tenebroso Servicio de Inteligencia Militar (SIM), y él no podía ocultar la náusea que le producía esa madriguera de intrigantes y asesinos. Unos cuantos burlaron las barreras y emigraron a Nueva York, principalmente residentes de Sabana Iglesia, pioneros de un éxodo que medio siglo después no se detendría.

La migración externa se reducía a los numerosos exiliados políticos refugiados en Venezuela, Cuba, Costa Rica, Puerto Rico y Estados Unidos, donde los inmigrantes admitidos entre 1940 y 1959 sumaron 1,593. Lograron marcharse, pero los opositores eran asesinados o confinados en las ergástulas trujillistas, sometidos a torturas tan terribles que solían terminar en delación o muerte.

No merece el olvido

Mi padre no padeció la tiranía de Ulises Heureaux, un déspota, pero supo de sus felonías. A sus confidentes -entre ellos mamá, que luego me lo contó- le decía que Rafael L. Trujillo lo superó en su maestría ante el crimen. Era un ególatra de férula brutal que envileció a un pueblo, y eso no merece el olvido.

Permanecíamos en San Pedro de Macorís, en decadencia como el comercio que nos daba el sustento, aunque desde que instalaron la radio, esa cajita parlanchina como abuelo, muchos clientes afluían. Nos alegraba la vida, porque de allí no salíamos, pues no sólo restringían la migración internacional, severamente reprimida fue también la movilidad interna. Papá prometió llevar a mamá a conocer la capital, remozada tras el ciclón de San Zenón, y una y otra vez lo posponía. Para ir a alguna localidad había que registrarse a la salida, pedían la cédula en los puestos de guardia, en cualquier sitio. ¿Pa’dónde va? ¿De dónde viene? A muchos los remitían a su lugar de origen.

En ese ambiente de terror, que a muchos enfermó de asfixia moral, se forjó la generación del silencio, esa camada de hombres y mujeres que en el segundo cuarto del siglo XX parió la nación dominicana. La mayoría calló, no por asentimiento, sino por temor, pero aún así, pienso que eso nunca más deberá repetirse, como insistentemente digo a mis hijos y nietos, sobre todo al oír clamores de gobiernos de “mano dura”.

Pues bien, dejaron entronizar el terror y tuvieron que callar para salvar la vida. Fue el caso de mi progenitor, de mi familia, de todo un pueblo que para sobrevivir y evitar que la vendimia le arrebatara a un hijo, tuvo por arma el mutismo y, peor aún, protegerse con la simulación como una segunda piel, una segunda naturaleza. Tiempo después, mi padre me confesó con amargura que al miedo hay que andarle a tiempo, porque cuando se cuela por los resquicios de la siquis colectiva aniquila la voluntad de una nación.

Sus labios se sellaron para elogiar al Jefe, y esa omisión era elocuente en un ambiente de adulación hiperbólica. Sí, el de papá era un silencio que hablaba, un gesto, una mirada y ya sabíamos qué hacer. Las palabras le salían por los ojos, se expresaban en el ejemplo con que nos inculcó sus valores, la honestidad, disciplina y trabajo, austeridad y responsabilidad.

Era un mundo de autoritarismo, de relaciones verticales, de complicidades y silencios, algo que percibía natural un pueblo con más de medio siglo sometido por las dictaduras trujillista y lilisista, además de la intervención norteamericana, que dejaron profundas cicatrices en la sociedad.

Controlan migraciones

Te seguiré contando. Bajo la estricta vigilancia estatal, el gobierno de Trujillo, promotor como su preeminente colaborador Joaquín Balaguer de un progreso confundido con ostentosas edificaciones, se propuso modernizar el país sofocando las convulsiones políticas y sociales que acompañan esos procesos de cambios, la movilidad humana.

Te contaré que el riguroso control poblacional contuvo la migración campo-ciudad. Prevenían las invasiones urbanas, un masivo éxodo campesino, dado el interés del tirano de mantener contingentes laborales que por un jornal de hambre labraran la tierra, y les impedían emigrar.

El régimen permanecía alerta para evitar que con el tráfago poblacional surgieran los barrios miseria que ya circundaban otras ciudades latinoamericanas con más alto grado de industrialización. De todos modos, ese cáncer urbano con ulterior metástasis de efectos mortales germinó durante la tiranía.

Las carreteras, que en el Cibao remplazaron los obsoletos trenes, atraían familias campesinas, asentadas en el caserío que bordeaba las nuevas vías, parte de las escasas migraciones interrurales que se producían, predominantemente estacionales para recolección de café, siembra y cosecha de arroz. Además, presos comunes y labriegos trasladados a colonias agrícolas o para explotar las fincas de Trujillo, ampliadas con los desalojos campesinos  en un proceso de expropiación arreciado por la tiranía, que seguía promoviendo migraciones.

Entre los que abandonaban su aldea natal no faltaban labriegos en busca de un jornal, aquellos que no colonizaban tierras del Sur o no hallaron trabajo en los nuevos arrozales o las plantaciones de productos de exportación que rebosaron las arcas del Estado, vale decir del Jefe, con el alza de precios durante la Segunda Guerra Mundial.

Migraciones de pequeña escala hacia ciudades ocurrieron en el período intercensal 1920-1935, cuando se evidenció un excedente demográfico urbano que rebasaba el crecimiento vegetativo. Pero, es al mediar los años treinta que comienzan moderados desplazamientos hacia urbes intermedias, sobre todo con la dominicanización de la frontera tras el genocidio haitiano de 1937. Un plan con incentivos a maestros, a jueces y otros profesionales, un señuelo para poblar las agrestres y deshabitadas tierras fronterizas, trasladando familias hacia Pedernales, Elías Piña, Jimaní, Restauración, Bánica, Dajabón, atrasados poblados rediseñados acorde al modelo de urbanización trujillista, dotándolos de escuelas, hospitales, fortalezas, asentamientos campesinos, de infraestructuras que otras urbes carecían.

Salvo los inmigrantes de las colonias españolas, japonesas y judías, traídos para “mejorar” la raza, no hubo mayor movilidad que las poblaciones blancas trasladadas de una ciudad a otra, de La Vega a San Cristóbal, de la Línea Noroeste a Oviedo y Pedernales.

En la posguerra

Mi padre hacía malabares para surtir su comercio al estallar la Segunda Guerra Mundial, originando una escasez de mercancías extranjeras que impulsó el desarrollo industrial, catapultado por el auge económico, el dinamismo de las exportaciones con la demanda mundial de productos agrícolas. La producción agrícola y manufacturera se incrementó notablemente, pero la riqueza quedaba aprisionada en las ciudades, fortificando el imperio económico del Benefactor, llevando confort a unos pocos potentados que al mediar los cincuenta disfrutaban de la magia del televisor. A los campesinos, a los clientes de papá, la pobreza se les veía en la cara, en su ropa harapienta, en lo poco que compraban.

Años después me enteré que Trujillo creyó entonces conveniente un proceso migratorio hacia los polos de desarrollo para disponer de la mano de obra barata que requería su autoritario proyecto modernista, los planes de urbanización e industrialización. Permitió un flujo controlado, intensificándose el desplazamiento campo-ciudad a mediados de los cuarenta, al despuntar la primera etapa del modelo industrial por sustitución de importaciones, concatenado a la expansión de la infraestructura urbana para modelar los cambios que desencadenan las migraciones internas en ese período.

Ciudad Trujillo se transformó en un centro manufacturero, adonde desde campos y ciudades acudían decenas de miles de obreros y peones con la ilusión de encontrar ocupación. Germinaba el amplio mercado laboral urbano del que se nutriría de mano obra de bajo costo la industria criolla y firmas extranjeras en años sucesivos. Por exiguos salarios, rendían extenuantes jornadas en construcciones o en las recién instaladas fábricas de la capital y San Cristóbal, polos industriales desarrollados en la posguerra, con una tasa anual de crecimiento demográfico que duplicaba el promedio nacional.

Convertidas en ejes de las nuevas regiones productoras de alimentos agrícolas para consumo interno, también se expandieron con celeridad los centros arroceros de Mao, San Francisco de Macorís, Nagua y La Vega, atrayendo migrantes de las zonas más deprimidas.

Este patrón de migración interna se repitió con mayor o menor intensidad en las demás ciudades, y para mantener los controles el régimen dictó el decreto 7633 que en 1953 prohibía emigrar a la capital sin permiso del Ejecutivo. La coerción se intensificó en el ocaso de la dictadura, recrudeciéndose el clima de terror, los drásticos mecanismos restrictivos para viajar al exterior.

Emigran a las ciudades

Mi padre no volvió a la capital, donde entre 1943 y 1956 se desarrolló una política urbanística, modernas construcciones que atraían nuevos habitantes rurales, constituyendo un hito la Feria de la Paz. Los cambios sociales, las cuantiosas inversiones en parques y avenidas, escuelas, hicieron más atractiva la vida urbana, propiciando nuevos flujos migratorios.

Los servicios sanitarios se ampliaban con la construcción de hospitales, la promoción de nuevos médicos y campañas antiparasitarias, de vacunación e higiene, que junto a la introducción de antibióticos, bajaron radicalmente las tasas de mortalidad y aumentaron la fertilidad. En 1960, en el ocaso de la tiranía, las quince principales ciudades registraban tasas de crecimiento superiores al 5% anual, superando el promedio nacional de casi 3%.

Pues bien, la población crecía, casi se duplicó entre 1935 y 1960. Los censos nacionales empadronaron 1,479,417 personas en 1935, 2,135,872 en 1950 y 3,047,070 en 1960, con una tasa de crecimiento en ese último decenio de 3.6% que derivó en una vertiginosa explosión demográfica. Los habitantes rurales descendieron de 83.4% en 1920 a 76.2% en 1950, y 69.5% en 1960.

La mayor proporción de migrantes se concentró en la capital, centro del poder político que el tirano privilegió, dentro de su estrategia de control y dominio absolutos. La economía, la burocracia, toda la vida moderna se polarizó en Ciudad Trujillo, hacia donde no sólo se desplazaban agricultores y obreros.

Al mediar los cuarenta, hubo un desplazamiento de familias de la élite pueblerina y de los exiguos estratos medios con destino principalmente a la capital, en busca de fuentes de trabajo y por razones de estudios, cuando un hijo tenía el privilegio de matricularse en la flamante Universidad de Santo Domingo, la única del país. Yo cursaba el bachillerato y soñaba con hacerme abogado, pero tendría que ganar la batalla a papá, quien daba por sentado que  heredaría el comercio que a él le legó su padre. Mamá, mujer de puertas adentro, se limitaba a asentir lo que el jefe de la familia decía, algo que nadie osaba cuestionar en esos tiempos de férreo autoritarismo.

Desequilibrio regional

Las estrategias de desarrollo trastocaron el equilibrio interregional en detrimento del Norte y el Suroeste. Los cambios generados por el modelo económico desde la posguerra, modificaron las relaciones campo-ciudad en perjuicio de las zonas rurales, concentrando los recursos económicos en la región Sureste, sede de los principales parques industriales.

Hasta mediados de los cincuenta, el Norte y el Sureste eran los focos regionales de atracción de la migración, lo que derivaba en una configuración espacial asociada a su dinamismo económico: el Norte, vinculado a la mediana y pequeña producción de tabaco, cacao y otros rubros de exportación, y el Sureste a la plantación cañera, de la que, convertido en el principal capitalista, en gran medida Trujillo se apoderó.

El Cibao perdía nuevos pobladores, aunque todavía en 1950 abarcaba el 43.89% de los inmigrantes nacionales.

En cifras

Habitantes        Urbana Rural    Densidad         Increm.            Tasa crec.

1,479,417        266,565           1,212,852        30.4 hab./km2 65.4%  3.4

Habitantes        Urbana Rural    Densidad         Increm.            Tasa crec.

2,135,872        508,408           1,627,464        43.9 hab./km2 44.4%  2.4

Habitantes        Urbana Rural    Densidad         Increm.            Tasa crec.

3,047,070        922,090           2,124,980        62.6 hab./km2 42.7%  3.6

Fuente: Censos nacionales de población

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