MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS
Violencia urbana, crea pánico en la sociedad

MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS <BR><STRONG>Violencia urbana, crea pánico en la sociedad</STRONG>

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Era el nido perfecto de bandadas de “palomos”. Pobreza y marginalidad, explosión demográfica y emigración campesina degradaban los hacinados barrios urbanos que los albergaban hace cuarenta años. Hoy, más exacerbadas aún la exclusion, la desintegración familiar y la desesperanza, crearon el hábitat ideal para la delincuencia y el narcotráfico, en una transición desde los tigueritos y huele cemento a las pandillas y naciones, de los hurtos menores hasta la criminalidad organizada.

Los palomos aparecían por doquier. Un día los vi anidados en las ramas de un árbol del parque Independencia inhalando cemento, la gente pasaba indiferente frente a esos raros especímenes con caritas de infantes y siquis de adultos, que se multiplicaban durante los setenta del pasado siglo, decenio en que el país iba viento en popa con el auge económico.

Eran muchachitos entre nueve y doce años, y al proyectarlos al futuro no me hizo falta la clarividencia para convencerme de que en la juventud o en la adultez el entrenamiento callejero los conduciría a delitos mayores. ¿Dónde están hoy? ¿Qué hacen? ¿Y sus hijos, son también herederos del hambre, del analfabetismo, de la insalubridad, del desastre social? A menudo pienso en ellos y tengo que confesarte que me duele el pecado de omisión.

De uno que deambulaba por el Malecón, con la brújula de sus sueños hacia el horizonte marino, supe que se fue como polizón, fue repatriado y un día apareció asesinado. Me enteré años después, como de tantos hechos espeluznantes que le sucedieron a estos palomos.

Presumo que muchos de sus compañeros de andanzas quizás se fueron en yolas a Puerto Rico o seguirán viviendo en los barrios periféricos, escenarios de violencia durante el último medio siglo se conformaron asentamientos humanos en los que coexisten la cultura urbana y la tradicional traída del campo.

Todavía en los antiguos inmigrantes campesinos quedan vestigios de la resignación y mansedumbre que caracterizaban la pobreza, la de antes, porque las nuevas generaciones se rebelan a sangre y fuego contra las privaciones sufridas por sus progenitores, particularmente los integrantes de bandas y naciones que, como los jóvenes de clase media y alta, viven bajo la euforia de la modernidad en que está atrapada la sociedad dominicana.

Aunque salpicada de rasgos urbanos, en sus padres y abuelos persiste la cultura tradicional, mientras su prole adopta patrones de comportamiento extranjeros, añadiéndose el choque cultural al generacional.

Los protagonistas de la historia que hoy vengo a contarte son hijos y nietos de esos agricultores y jornaleros que emigraron en los años sesenta y setenta, muchos ya fallecidos o en el umbral de la muerte, decepcionados al esfumarse las ilusiones que los trajeron a la ciudad. Terminan su vida confundidos, perturbados con la ruptura de los valores tradicionales, el honor, la honestidad, la lealtad que se hizo legendaria entre compadres, avergonzados al ver en entre sus descendientes a delincuentes, a prostitutas declaradas o solapadas que emigraron a Italia o a Holanda, el hijo repatriado o traído embalsamado de Nueva York, un nieto preso por ladrón o narcotraficante y otros con el cerebro atrofiado por las drogas o el alcohol.

Todo esto amarga la existencia a muchos inmigrantes que envejecieron en la ciudad, aunque otros son cómplices, se hacen de la “vista gorda” ante el dinero que entra al hogar por las puertas del narco, el robo o la prostitución, importantes fuentes de ingresos, un modus vivendi de numerosas familias marginadas.                    

Pandillas y naciones

Pues bien, entre los descendientes de esos inmigrantes, inclusive muchachas que ganan espacios antes dominados por el hombre, están los miembros de pandillas y naciones, agrupaciones que les dan un sentido de pertenencia, una identidad. Jóvenes fuertemente armados que aterrorizan a la barriada, muchachos de ojos enrojecidos detrás las gafas oscuras, vestidos y peinados estrafalariamente al estilo punk, apostados en las esquinas de los barrios desde horas de la tarde, cuando se levantan tras una noche al frente de un puesto de drogas o de enfrentamientos a tiros, robos, asaltos o de narcotizadas orgías sexuales.

Son hijos o nietos de hombres y mujeres que llegaron a la ciudad hace treinta o cuarenta años, con una ética y valores distintos. Nacieron y se criaron en una sociedad diferente, conocieron otros mundos a través de los emigrantes que regresaban de Nueva York, Boston o Madrid, aprendieron nuevos patrones conductuales, que le despertó nuevas expectativas de vida. Sobrevivieron en el ambiente sórdido de la barriada asociándose en grupos de delincuentes despiadados, sin escrúpulos, que proliferan en Gualey, Los Guandules, Luperón, La Zurza, 27 de Febrero, Villa María y otros sectores de Santo Domingo.

Su mundo es la violencia, la vida parasitaria, la promiscuidad sexual, el consumo y tráfico de drogas, robos y asaltos, violaciones sexuales, enfrentamientos entre pandillas y policías, o entre bandas por revancha ante la muerte de uno de sus miembros, por el dominio de su territorio o en defensa de un puesto de venta de narcóticos.

Se relacionan con un código de comunicación oral y mímica, incorporando expresiones en inglés, el léxico y los modales de los jefes del grupo, muchos entrenados en el bajo mundo del Alto Manhattan o el Bronx, antes de que la alcaldía de Nueva York endureciera la lucha contra el narcotráfico y la delincuencia, repatriando a sus países de origen a los involucrados en el narco y otras infracciones.

Difieren de los palomos

Los pandilleros difieren de los antiguos tigueritos o palomos, niños y adolescentes pedigüeños que parecían personajes de Dickens o extraídos de novelas picarescas, muchachitos que se congregaban en parques o en cuevas del Malecón, deambulando por las calles, entrenándose, aprendiendo a delinquir. Salían del barrio, que permanecía en relativa tranquilidad, salvo en días de huelgas y protestas sociales. Entre ellos comenzaban a aparecer niñas y adolescentes que vendían flores y sexo, a menudo violadas, sexualmente abusadas, como también los varones.

Los delincuentes de nuevo cuño, que emulan a los personajes del bajo mundo neoyorkino, permanecen en la barriada, un infierno perenne con tiroteos, el motoconcho, los escándalos de la violencia doméstica, un hombre que agrede a una mujer, a su madre a un hijo, el estruendo de la radio, el televisor o el equipo de música enviados por algún pariente desde Nueva York o España.

Sucios, harapientos, los tigueritos querían inspirar lástima para recibir unos pesos o algo de comer. Contrastaban con los jevitos de las pandillas, altivos, soberbios, muy preocupados por su atuendo, buen calzado, relucientes joyas, aunque tras esa fuerte coraza hay un ser inseguro, indefenso, vulnerable. No piden, roban, asaltan, matan si es preciso para conseguir lo que quieren, para satisfacer sus ansias consumistas.

Los valores de la modernidad penetran en los sectores postergados, pero las aspiraciones consumistas entre los pobres chocan con una realidad que no ofrece las condiciones básicas e infraestructurales para una distribución equitativa de los bienes ofertados, creando frustraciones tremendas, especialmente entre los jóvenes.

 

Sus progenitores

Como sus abuelos, los padres de estos adolescentes y jóvenes integrados a bandas delincuenciales están llenos de frustraciones que ahogan en alcohol y desahogan con violencia en el hogar. Engrosan el sector laboral informal, obreros de la construcción, serenos, choferes del concho, carretilleros y venduteros, tricicleros que bajo lluvia y sol recorren la ciudad, a mano la chatica que atenúa la fatiga o la rapidita para calmar la resaca. Un potencial humano subutilizado. La sociedad los ignoró, y hoy muchos de sus hijos, convertidos en homicidas, asaltantes, atracadores, les arrebatan el sosiego, los bienes y la vida.

Las madres de los pandilleros, con la carga excesivamente pesada de cuatro o cinco hijos, generalmente de diferentes maridos que las abandonaron, se han desempeñado como domésticas, fritureras, llevan rifas y sanes, ponen un saloncito de belleza o un ventorrillo. Como muchas mujeres del barrio, varias aguardan los dólares que manda el padre de sus muchachos, que se fue en yola a Puerto Rico, o están a la espera de las elecciones para ser parte del reparto que a cambio del voto hacen los políticos en vísperas de los comicios. Se refugian en los juegos de azar y en la religiosidad, con un obnubilante fanatismo.

Orígenes de la delincuencia

En los barrios marginados, trece temporalmente calmados por el programa “Barrio Seguro”, eminentemente represivo, se han ido desarrollando fenómenos sociales asociados a la delincuencia, en los que inciden la pobreza y la marginalidad, el desempleo, deficiencias en educación y salud, profundos problemas estructurales que se dejaron agigantar. Esos factores, en peligrosa alquimia con el narcotráfico y la corrupción, entre otros agravantes, revientan en violencia y delincuencia para la que no bastará la represión por mucho que en ella se invierta.

Relevante influencia tiene la transculturación, impulsada por más de millón y medio de dominicanos en el exterior, la modernización en extremo desigual y un estilo de vida que copia patrones de naciones vanguardistas sin un sostén productivo. Gravita notablemente la desintegración de la familia, que adopta otros patrones de consumo al entrar en el mundo de la competitividad. Y, sobre todo, la corrupción, la doble moral, los antimodelos.

Sufrimos cambios sociales muy bruscos que desestructuran toda nuestra vida en forma violenta sin tener respuestas, sin saber qué hacer, lo que se traduce en una profunda ansiedad, induciendo al consumo de una sustancia adictiva, alcohol o drogas.

Una influencia decisiva mantienen los medios de comunicación social, con un extraordinario crecimiento en los últimos decenios, la radio, el cine y la televisión sobre las actitudes y patrones de comportamiento en la sexualidad. Preocupantes son los embarazos en adolescentes, producto de la promiscuidad y cambios en la sexualidad. Muchachas de formación rural, tradicional, vienen a Santo Domingo u otras grandes ciudades, y de repente se encuentran en un nuevo ambiente de fiestas, drogas y alcohol, de sexo a temprana edad. Buscan una pareja pretendiendo superar la vida de miseria, pero la profundizan más.

Influencia de emigrantes

Muchos de los hijos de emigrantes vinieron al país a estudiar, otros se involucraron en negocios ilícitos, regresaron y se insertaron en los nuevos barrios que surgían en Santo Domingo, Santiago y San Francisco de Macorís, muchos de ellos dominados por los que llegaban de Estados Unidos con sus familias.

En la periferia de esas y otras ciudades se fueron conformando nuevas organizaciones, muchas de las bandas antisociales que operan en barrios del país con una fuerte presencia de emigrantes que retornaron por vía legal o impulsados por la política norteamericana de retornar a su país de origen a quienes hayan incurrido en narcotráfico y otros actos ilícitos.

En La Romana y San Pedro de Macorís, asiento de mis ancestros, esos efectos no son tan notorios porque en los ochenta y noventa se desarrollaron grandes empresas de zonas francas, el turismo creció y fueron incorporando mano de obra de esas mismas provincias. Son polos geográficos con articulaciones económicas, sociales y culturales muy diferentes a las de zonas de expulsión tradicional de dominicanos a Estados Unidos, fundamentalmente.

Mas, no están exentos de la delincuencia y la drogadicción, de los múltiples problemas de las barriadas urbanas como el hacinamiento y la insalubridad, el déficit habitacional de alrededor de 650 mil viviendas, congestionamiento del tránsito y falta de agua potable. Sólo en áreas vulnerables del Distrito Nacional hay 200 mil familias en un caserío ubicado en zonas de peligro, susceptibles de ser arrastradas o anegadas por crecidas de arroyos, cañadas, ríos y deslizamientos de tierra.

En esas y otras barriadas se concentra una alta proporción del 13% de analfabetismo y del 36% de la población dominicana con ingresos insuficientes para cubrir sus necesidades básicas. Sobreviven en una pobreza con múltiples dimensiones como la malnutrición y precaria salud, acceso limitado a la infraestructura, falta de bienes y servicios, entre otros aspectos que representan las diferentes facetas del bienestar. Un informe basado en la Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida (Encovi) 2004, determinó que la pobreza aumentó de 26 a 40% en seis años, de 1998 a 2004. Peor aún, para 2005 otros estudios la cifran en el 55% de la población.

La pobreza y la indigencia, como la delincuencia y sus lacerantes secuelas, son rasgos de la urticante violencia que tienen por escenario el espacio urbano, cada vez más ancho para los ricos y sumamente exiguo para los pobres.

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