MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS
Cambio del modelo económico impulsa la migración interprovincial

MIGRACION: CAUSAS Y EFECTOS<BR><STRONG>Cambio del modelo económico impulsa la migración interprovincial</STRONG>

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Somos un país urbano. Me lo decía el insalubre cordón de los barrios marginados, con densidades hasta diez veces superiores al promedio nacional. Lo delataban el asfalto y el cemento que sepultaban tierras agrícolas suburbanas, la agonía del río Ozama, transparente escenario de giras fluviales, cuando era caudaloso, navegable. Lo percibía en el caos social, el anárquico tránsito vehicular, las aceras obstruidas por vendedores ambulantes, el desastre ecológico de los frágiles ecosistemas urbanos.

Un país urbano. No lo sabía hasta 1981, cuando el censo nacional de población de ese año lo reveló, al confirmar que de los 5.6 millones que habitaban el territorio dominicano, el 52% residía en ciudades, superando por vez primera las deprimidas zonas rurales, cuya crisis trasladaron a las urbes los inmigrantes campesinos.

Hoy voy a proseguir esta historia contándote los cambios ocurridos en más de veinte años de continuas y crecientes migraciones que transformaron la geografía rural y urbana. La ciudad era ya el crisol de esta nueva nación con magnos logros materiales y enormes desbalances, de una sociedad más compleja, dinámica, emprendedora, impulsada por una generación con mayor escolaridad y menos desigualdades de género, a la que pertenecen mis hijos, hombres y mujeres con una mentalidad y visión diferentes a la de sus progenitores.

Somos una sociedad en tránsito hacia un nuevo estilo de vida, en la que son más patentes los síntomas de descomposición social. En ese contexto emergió una nueva generación del silencio, no por temor esta vez como en tiempos de Trujillo, sino por complicidad o permisividad ante la corrupción, que se intensifica y diversifica, contaminando amplias capas sociales.

Nunca hubieras imaginado los contrastes que hicieron de Santo Domingo una ciudad dual. Tanto se expandió con los inmigrantes que en 1986 concentraba casi dos millones de personas sobre una superficie con alrededor de 200 kilómetros cuadrados. Difícil concebir que el 36% de sus habitantes, entre ellos mi prole, se explayaba en el 80% del territorio capitaleño, mientras el 64% se apiñaba en el restante 20%, sembrado de casuchas a orillas de ríos y derricaderos, arrabalizando, pauperizando la ciudad, trastocando los valores de la cultura humana.

Una sobrepoblación degradada como su hábitat, que aceleraba el deterioro ambiental, la ruptura ecológica, entre el pestilente Ozama y cañadas putrefactas, mostrando la cara sucia de un modelo económico que desde mediados de los años cincuenta había producido cuantiosas riquezas. Ahí estaban para poner los muertos en las conquistas sociales que queríamos alcanzar, desafiantes, combativos, todavía con capacidad de protesta, no mutilados aún los ímpetus de rebeldía por el consumo de drogas, temprano para sospechar que abandonarían la lucha social y optarían por el narcotráfico como una estrategia de sobrevivencia.

Los reajustes económicos del Fondo Monetario Internacional (FMI), que en el gobierno de Salvador Jorge Blanco vino a cobrar la agigantada deuda externa, profundizaron la pobreza urbana, generaron tensiones, conflictos sociales prolongados hasta 1991. Por entonces, los barrios populares eran trincheras que fieramente combatían la inflación y la corrupción. No olvido aquel día ensangrentado, toda la ira contenida reventó el 24 de abril de 1984 en una revuelta brutalmente reprimida que dejó más de cien muertos.

Me apena decirte que al emerger de la crisis, agravada en 1989 y 1990, se había carcomido la cohesión social de esos sectores, aislados de una clase media embrujada por el consumismo, asida a valores asociados a las ansias de dinero fácil. Mayor que el vaho de cañadas y aguas negras de las barriadas es el que expele la putrefacción moral, la corrupción que arraigaba en la cúpula política y empresarial, en la banca agigantada con el lavado de dinero y uso irregular de los ahorros, el narcotráfico y el contrabando, las exoneraciones y la evasión de impuestos.

Flujos interurbanos

Te contaré las novedades en las migraciones internas, fenómeno que persistía con otras características. La crisis de la “década perdida” contuvo el ritmo del éxodo campo-ciudad, se llegó a una saturación, ya no era un proceso continuo, violento y masivo. Aunque todavía muy altos, los desplazamientos rural-urbanos perdieron intensidad, el estilo de desarrollo impulsó los flujos interurbanos, urbano-urbanos, privilegiaba las ciudades intermedias con la instalación de zonas francas industriales e infraestructuras turísticas.

Alrededor de 500 mil personas se desplazaron en el segundo lustro de los ochenta del pasado siglo, como reveló la Encuesta Demográfica y de Salud (Endesa-91), la cual determinó que el 8.7% de la población vivía cinco años atrás en un lugar diferente al que fue entrevistado. Eso indica que entre 1986 y 1991 cambiaron de residencia un promedio anual de cien mil personas, demasiado, ¿verdad? Eran principalmente jóvenes de 15 a 30 años, con mayor procedencia urbana y predominio de mujeres.

En ese quinquenio, sólo el 25.1% de las migraciones fueron rural-urbanas, mientras que el flujo urbano-urbano alcanzó un 44%.

Economía de servicios

Vivíamos tiempos de universalidad del mercado, de redistribución de la producción. Al país le correspondía un nuevo rol, y el patrón de inversiones se reorientó hacia los nuevos ejes de la naciente economía de servicio, con menor generación de empleo. Un modelo basado en los enclaves industriales de exportación, zonas francas y turismo que revitalizó economías regionales y estimularon una movilidad interprovincial, interregional.

Somos un país urbano pero no industrial, incapaz de absorber el sustancial incremento de la fuerza laboral con la expansión poblacional y la creciente participación femenina en el mercado de trabajo. El desempleo se acentuó en ese convulso decenio de reestructuración económica al colapsar la industrialización por sustitución de importaciones y la caída del imperio azucarero, mayor generador de plazas ocupacionales. Se desplomó desde que Estados Unidos se endulzara con sirop de maíz, asestándole el golpe mortal, años después, la privatización.

Pues bien, con la decadencia de la economía agroexportadora y los ajustes fondomonetaristas, la situación se agravó. El Producto Interno Bruto (PIB) y el per cápita decrecieron y la inflación se disparó, remontándose al 100% entre 1989 y 1990. La pobreza y la indigencia se profundizaron, acrecentándose el sector informal con el elevado desempleo y subempleo, que impulsaron las migraciones externas legales e ilegales, mientras la inmigración haitiana ampliaba su nicho de inserción, diseminándose por campos y ciudades.

Las zonas francas impactaron fuertemente en Santiago, San Pedro de Macorís, La Romana y La Vega, impulsando un proceso de urbanización en esas ciudades y migraciones desde áreas rurales o suburbanas aledañas. Crecía el éxodo hacia los lugares de mayor dinamismo económico, su capital regional o urbe más cercana. Campesinos del Este se trasladaban a San Pedro de Macorís, La Romana e Higüey, nuevos polos de desarrollo que a su vez generaban una multiplicidad de servicios en su entorno, atrayendo gente de esas inmediaciones que no sólo trabajaban en fábricas, hoteles y resorts, sino en los diversos servicios creados en su vecindad.

Los movimientos migratorios interurbanos se aceleraban, igualmente, con las cuantiosas inversiones en presas y obras complementarias en áreas de desarrollo, que estimularon el crecimiento de ciudades situadas en su radio de influencia, como en Azua, cuyos suelos se cubrieron de pepinos, tomates y melones.

Aunque seguía siendo un punto de atracción relevante, el foco principal del empleo político, de la burocracia en la administración pública, la primacía de Santo Domingo perdía relativa importancia. La ciudad crecía con menor ritmo, se mantenían las construcciones, un área también tomada por la mano de obra haitiana.

Puerto Plata, San Pedro de Macorís, La Romana, Santiago y La Vega se expandieron desmesuradamente en las tres últimas décadas, la tasa de urbanización duplicó su crecimiento natural, con un alto precio en la calidad de vida por el excesivo congestionamiento poblacional y el déficit de servicios básicos. Con sus nuevos habitantes, en esas y otras urbes se desarrolló un proceso nocivo para la preservación del medio ambiente: una concentración y dispersión demográfica, derivada de la voraz especulación inmobiliaria sobre tierras y recursos naturales en zonas suburbanas periféricas y rurales adyacentes a centros urbanos en expansión, urbanizando terrenos de alta productividad agrícola. Una acción irracional que condujo a la pérdida continua de suelos cultivables.

Las ciudades exhibían una degradación persistente de sus frágiles ecosistemas, más evidente y crucial en la precariedad de la vivienda y servicios conexos, la crisis del transporte público y el auge del motoconcho, falta de agua potable y saneamiento ambiental, agudizado por basureros y aguas negras estancadas.

Una encuesta aplicada en 1981 estimó que alrededor de un cuarto de la población de Santo Domingo y Santiago vivía en cuarterías, barracones o una habitación de casa de familia. El inventario nacional de viviendas particulares sumó ese año poco más de 1.1 millones de unidades, 2.5 veces más que en 1950, cuando totalizaban 430 mil casas y sólo una cuarta parte eran urbanas. Tres décadas después, las ciudades concentraban más de la mitad, el 53% del total. El déficit habitacional se ampliaba, mientras la estructuración del espacio urbano mantenía como distintivo la dualidad, delatando la enorme distancia social y económica entre las élites y las grandes mayorías.

Desestiman bienestar colectivo

República Dominicana vivió un continuo proceso de urbanización desde mediados del siglo XX, cuando sólo uno de cuatro habitantes residía en áreas urbanas. La población de las ciudades se multiplicó 5.8 veces entre 1950 y 1981, un incremento de 478%, en tanto la rural apenas creció en 67%.

En ese período de profundas transformaciones económicas, con interludios de auge y recesión, las energías nacionales se orientaron a la expansión de la producción material en detrimento del bienestar colectivo. El crecimiento no se acompañó de una inversión apreciable en el gasto social estatal, centraban la atención en los equilibrios macroeconómicos sin priorizar las condiciones de vida de la población. Esa tendencia prevaleció en medio del auge económico de 1968 a 1977 y fugazmente interrumpida entre 1979 y 1981, cuando se incrementó el gasto social, que volvió a constreñirse desde 1982 con los ajustes económicos, deteriorando la calidad de vida y los servicios públicos en ese decenio.

La estructura económica, fundamentada en la producción de bienes primarios para la exportación y una reducida demanda interna, logró una mayor diversificación, y en 1984 exhibía ingresos per cápita superiores a los países centroamericanos, que abruptamente cayeron con la crisis de 1983 a 1991. Si bien el PIB superó en 1985 unas seis veces el de 1950, el per cápita apenas duplicó el de ese año, de RD$229 a precios de 1970, con un tipo de cambio que hasta 1983 fue de un peso por dólar.

Haitianos reemplazan dominicanos

Junto a la crisis agrícola, entre los años setenta y ochenta del pasado siglo se verificó un fenómeno interconectado con la movilidad territorial de la población dominicana: el incremento de la inmigración haitiana y su desplazamiento a las ciudades, asentándose en los barrios marginados.

Con el cambio a un modelo de servicios, los campesinos criollos se insertaban en otras actividades, buscaban trabajo en zonas francas y hoteles, y en vez de volver a su lugar de origen, permanecían en una localidad cercana. El transporte adquiría mayor relevancia, convirtiéndose el motoconcho en un medio de vida para antiguos y potenciales labriegos.

La agropecuaria perdió importancia relativa en el PIB, por la vitalidad de los nuevos polos de desarrollo, no justamente por la emigración campesina. Había un ejército de reserva, los haitianos anteriormente confinados en los bateyes azucareros, y a lo sumo en la recogida de café, incursionando después en los demás cultivos, además de la construcción y los servicios.

Son preferidos por los empresarios. Además de ser una mano obra más barata y dócil, de proverbial fortaleza física, resulta fácilmente manejable al carecer de los mismos derechos laborales o sindicales que los dominicanos, sobre todo por su condición de ilegales. Al aceptar un jornal inferior, abarataban el devengado por los nativos y eso desestimuló el trabajo agrícola. Parcialmente, entre otros factores determinantes, eso explica la expansión de la inmigración haitiana, una mano de obra que no sólo se oferta, sino que se demanda.

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