MIGRACION, CAUSAS Y EFECTOS
En forzadas migraciones, desalojos llevan a campesinos de tierras llanas a las lomas

MIGRACION, CAUSAS Y EFECTOS<BR><STRONG>En forzadas migraciones, desalojos llevan a campesinos de tierras llanas a las lomas</STRONG>

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Más de una vez mi abuelo me lo contaba para que no lo olvidara. Un episodio brutal. Sus palabras se encendían, tanta vehemencia ponía en su vívido relato que las llamas que incineraron la aldea parecía que le quemaban, que las hachas que derribaban los bosques era a él a quien herían. Sus ojos pardos centelleaban, con tan fiero ardor hablaba del desarraigo de las familias desalojadas de tierras llanas, que las lomas que escalaron en forzadas migraciones hacían pensar que era él quien las subía.

La fuerza avasallante de los capitales azucareros, sólo equiparable a la furia de los vientos cuando ponían a bailar las palmeras y a volar techos de cana, barrió en un santiamén el Higüeral, caserío aledaño a La Romana, cuyos moradores vieron desaparecer sus fundos, el hábitat ancestral donde nacieron y enterraron a sus antepasados.

Abuelo estaba en el eje de los cambios que a principios del siglo XX trastocaban lo que parecía permanente, inmutable. Sus manos venosas se crispaban al narrarnos esa y otras historias de vejámenes, expropiaciones y abusos desde que en 1902 el alza de los precios expandiera la industria azucarera y, sobre todo, a partir de la invasión militar norteamericana de 1916, propiciando nuevas migraciones de capitalistas, obreros locales y extranjeros.

Despojos legalizados

Fue un desalojo brutal. En nombre de la ley y del progreso, teas y hachas arrasaban bohíos y conucos, huían despavoridos sus animales de carga, cerdos y gallinas de crianza, quedando a la intemperie decenas de familias que, expulsadas de sabanas y praderas, iniciaban un peregrinaje hacia terrenos estériles.

Eran sus predios, los expropiaban porque no tenían “papeles”, ¿y para qué, si tierra era lo que más había? Ahora la querían forasteros que venían a sembrar café, caña de azúcar y cacao. Pero bien, tenían lo que al campesino pobre faltaba: dinero para legalizarlas conforme al nuevo sistema de tenencia que desplazó el de terrenos comuneros, en los que con unos “pesos de tierra” cultivaban donde le placía y a su antojo disponían de cuanto allí crecía, salvo ciertas maderas o el fruto de la labor de otros codueños.

Abuelo era entonces un mozuelo y el espanto del desalojo lo marcó a hierro candente como a las vacas de hatos vecinos, al ver caer los bosques vírgenes, centenarios caimitos y baitoas que dejaban llanuras desnudas donde se enseñoreaban las plantaciones que afianzaron el modelo agroexportador.

Los desplazamientos poblacionales de esos años tomaron rumbo hacia su aldea, luego que en 1911 instalaran allí el ingenio más grande del país, el Central Romana, que atraía higüeyanos, puertorriqueños, afro-ingleses y haitianos. Dentro del perímetro de la empresa se erguía la estructura principal, 150 viviendas para funcionarios y empleados y tres tiendas. Más allá, el batey, a diez kilómetros del puerto unido a un ferrocarril por el cual trasladaban la caña cosechada, que en una línea de vapores exclusiva exportaban al Guarnical Central, de Puerto Rico, donde era molida y manufacturada.

En sus cañaverales, plantíos de cítricos y pastizales con 160 kilómetros de caminos interiores, los labriegos se movían con 400 animales de labor, mientras peones construían un muelle por el que entraría exonerada de impuestos toda la maquinaria, vías de ferrocarril, material para viviendas y oficinas, el acueducto de uso industrial y doméstico. Su esplendor resaltaba la rusticidad de La Romana, tanto que muchos creían que era un batey del Central. El poderío de hoy no lo hubieras concebido.

Como por encanto

Desde que llegó el Central, la urbanización de La Romana y su entorno no parecía tener fronteras. Surgían casas como por encanto, algo igual no se vio ni en 1882 cuando el presidente Fernando Arturo de Meriño promulgó una resolución concediendo la propiedad del terreno al que fabricara una vivienda. Intentaban desarrollar la aldea por la pérdida de moradores, españoles que partieron a su patria durante la Restauración, además del flujo migratorio a otros puntos del país al finalizar esa guerra libertadora.

Abuelo nos contaba que nunca hubo una inmigración tan nutrida ni con las plantaciones de guineos del emprendedor Enrique Dumois y la reapertura del puerto en 1899, cuando la villa se activó al llegar nuevos pobladores. Con él me enteré que La Romana fue declarada Cantón en 1901 y en común de El Seibo en 1907, año en que el ayuntamiento vendía solares a cinco centavos la vara cuadrada. Con lo recaudado, construyeron un pozo público y repararon una calle.

Para entonces, mis antepasados habían emigrado a la ciudad azucarera de San Pedro de Macorís, en pleno auge con nuevos inmigrantes nacionales y extranjeros, un mayor crecimiento demográfico y urbanístico. Al llegar, abuelo era veinteañero, casó con una libanesa, hija de uno de los muchos buhoneros turcos que a mulo recorrían los caminos pregonando su mercancía. Años de fatigosa labor le daban un capital y muchos se convertían en importadores o instalaban una fábrica.

En Macorís veía surgir oficios distintos a la agricultura, consolidarse el comercio exportador e importador, mientras en el campo proliferaban los ventorrillos. Hasta nosotros llegan décimas alegóricas del popular coplero Juan Antonio Alix:

Hoy la tierra no es más dura ni los montes son más fieros sería que los cosecheros van dejando en un rincón el machete y el azadón para meterse a pulperos

En la vecindad de La Romana y Macorís, abuelo presenció la instalación de rudimentarias industrias y talleres artesanales conexos al sector azucarero, licorerías, alambiques y destilerías. Como en Santo Domingo, Puerto Plata y Santiago, prosperaban talabarterías y herrerías, queserías, tenerías, peleterías, pequeñas fábricas de chocolate, fideos, fósforos y velas. Lo que más le atraía de cuanto aquí producían era el hielo, que antes traían barcos de Nueva York, aunque la mayoría disfrutaba el agua fresca de las tinajas. Sobrevivió la elaboración de nieve, como al hielo originalmente decían, pero los artesanos no resistieron la desigual competencia de manufacturas extranjeras. En adición, la fuga al exterior de las ganancias de los inversionistas foráneos alejaba la posibilidad de industrialización.

Fue una bonanza efímera. Además de exportar capitales, los países industrializados buscaban mercados para sus excedentes de mercancías, y las norteamericanas invadieron el país tras el Tratado de Libre Cambio de 1891, la Ley de Concesiones Agrícolas de 1912 y el desmonte arancelario impuesto en 1919. La incipiente industria criolla abortó.

Abuelo era de los pocos que sabía leer y tuvo acceso a libros que le encendieron luces y le apagaban la alegría al comprender hechos acaecidos en perjuicio del país bajo la hegemonía de Norteamérica, como antes de Europa.

Años después se enteró que a la postre la población no se benefició con la importación de mercancías libres de aranceles, asfixiada por la inflación y los impuestos con que el gobierno compensaba la reducción de ingresos aduanales y el aumento en los intereses de los préstamos.

Pues bien, el acucioso anciano llegó a conocer los antecedentes de ese tratado. Por su excelente calidad, las mercancías europeas importadas, a las que se acostumbró, no podían ser desplazadas, y Estados Unidos amenazó con cerrar los puertos al azúcar criolla si el país no lo firmaba, otorgando a sus artículos aranceles preferenciales. Un condicionamiento impuesto a otros gobiernos hispanoamericanos, ya que el control del comercio fue el primer paso para el dominio económico y político de la región. Sin tapujos plantearon:

“Para seguir vendiéndonos sus azúcares y otros productos, tienen que comprarnos mayores cantidades de artículos y provisiones. Para que sus nacionales dejen de adquirir las mercancías europeas y usen o consuman las nuestras, ustedes deben rebajar los derechos de importación que gravan nuestros artículos, en proporciones reglamentadas mediante tratados de libre cambio.”

“De no hacer esto, el Presidente de nuestro país podrá gravar la entrada a Estados Unidos de sus artículos de una forma tan exorbitante, que no podrán competir con similares llevados desde naciones firmantes de tratados comerciales con los Estados Unidos y, en consecuencia, el mercado estadounidense prácticamente se cerrará para sus frutos de exportación”.

Eso perseguía la ley Mc Kinley de 1890, que autorizaba al presidente estadounidense a gravar desde 1892 el azúcar, mieles, melazas, café y otros productos de países que no suscribieran convenios de reciprocidad comercial.

Ulises Heureaux lo firmó, desatando sus amarres europeos, y en alta proporción las mercaderías pronto vendrían de Norteamérica, que logra la supremacía frente a Europa, también la anuencia del tirano para cuanto pretendían, amén de los aliados que las prebendas le ganaban entre congresistas, políticos y otras instancias. Para 1913 abarcaban el 62.2% de las exportaciones y más de la mitad de las importaciones, el 53.5%. No le bastaba.

Injerencia brutal

Abuelo los vio llegar sin presentir la trágica secuela de sus huellas. Por entonces, la manigua enardecía los campos, ejércitos harapientos lanzaban vivas a los caudillos, que retoñaron al caer la dictadura de Heureaux. En nombre de la pacificación, los marines estadounidenses invadieron el país en 1916 decididos al cobro de la deuda, lo que ya compulsivamente hacían al apoderarse en 1907 de las aduanas dominicanas.

Abuelo, de longevidad proverbial como su gran sabiduría, vio repetirse el atropello en 1965, lacerándolo una vez más la injerencia en 1983 con el Fondo Monetario Internacional, de recurrente presencia, que nos terminó de arrebatar la independencia económica.

La región oriental enfrentó al invasor, sobre todo en los agrestes montes seibanos que ocultaron a los gavilleros, foco guerrillero que los combatió. Temporalmente se unieron a la resistencia Salcedo, Azua y San Francisco de Macorís, cuya población había crecido con migraciones procedentes de la zona fronteriza.

Se impusieron a punta de bayonetas. Coerción, leyes y ordenanzas le dieron mucho más que el pago de la deuda, consolidaron su influencia geopolítica y entronizaron una economía de plantación dependiente del mercado norteamericano. Desarmaron la población y exterminaron la montonera. Los gavilleros sobrevivientes huían a otras demarcaciones, también campesinos que perdieron sus tierras al no poder pagar la titulación y las múltiples argucias legales en que se amparó el despojo. Investigadores infieren que de la migración de los expropiados se nutrieron barrios capitaleños expandidos tras esos acontecimientos y la apertura de carreteras. Un incremento confirmado por el censo nacional de población de 1920, cuando los habitantes del país sumaban 894,665, el 83.4% rural.

Como al abuelo, la indignación e impotencia ahogaba a moradores del Este al evocar los crímenes, actos de barbarie como el ocurrido en 1917 contra el anciano José María Rincón. Amarrado a la cola de un caballo lo arrastraron a lo largo del camino y, tras ser torturado, lo fusilaron y colgaron de un árbol.

Más de una vez mi abuelo me lo contaba cuando ya la memoria le fallaba, o adrede, quizás, para que no lo olvidara. Aquel episodio salvaje emanó de una orden de desalojo del Central Romana, cuyos cañaverales engullían sabanas y potreros, extendiéndose sus cultivos de 15,900 tareas en 1913 a 925,904 en 1920. Dentro de esa superficie estaba el Higüeral, reducido a cenizas al igual que el Caimoní, dejando en ambos villorrios sin albergue a 150 familias de agricultores amparados por títulos de pesos de tierras comuneras, apenas demarcadas por límites topográficos. Pues bien, aquel hecho brutal dejó errantes a mujeres y hombres, ancianos y niños conminados a buscar nuevos destinos, forzando migraciones hacia montes escarpados.

Nuevos patrones culturales

Al fomentar las plantaciones de azúcar, café y cacao, inversionistas estadounidenses, italianos, belgas y de otras nacionalidades sembraban a la par nuevos patrones culturales que enriquecían las costumbres criollas. Su influencia permeaba en las ciudades más prósperas, delirantes con el cinematógrafo, circos y compañías teatrales, giras fluviales y nuevos periódicos editados al llegar el linotipo y la máquina de escribir.

Salvo Santo Domingo, Santiago, Puerto Plata y San Pedro de Macorís, que bailó la “danza de los millones”, el incremento demográfico se expresaba en nuevos poblados surgidos en torno a las grandes empresas agrícolas o las vías de comunicación, cayendo urbes antiguas en decadencia.

Las inversiones millonarias se hacían en zonas rurales con el sudor campesino, pero beneficiaban a las ciudades, que asimilaban gustos y hábitos de naciones vanguardistas con el incrementado consumo de artículos extranjeros, impulsando cambios en su forma de alimentarse, vestir, educarse y divertirse.

La organización social y cultural se transformaba con nuevos inmigrantes españoles y sirio-libaneses incorporados a la élite económica de los años veinte, desde cuando arraigaban los patrones de consumo de Estados Unidos, el país más influyente.

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