La frontera noroeste de Colombia ha encontrado una veta con la migración haitiana. En los pueblos costeros, los jóvenes han dejado de pescar para ponerse a cargar las abultadas mochilas de quienes tratan de llegar a EE.UU. o transportarlos en moto para acortarles la ruta por la selva.
“El que tenía una moto, ahora tiene dos y todo a costa de nosotros”, ejemplifica un migrante haitiano. La migración, cuando se tiene que hacer de forma clandestina e irregular, le sale muy rentable a mucha gente.
Juan Carlos se buscaba la vida hace unos meses pescando, acarreando cosas en su mototaxi e incluso no dudaba en volver a lanzarse a buscar oro en los ríos del Chocó, pero el cambio en la ruta que toman los migrantes para adentrarse en la peligrosa selva del Darién le ha cambiado los planes.
Ahora, este joven, al que se le cambió el nombre para mantener su anonimato, y sus hermanos ganan 30 dólares de los migrantes para que les lleven desde Acandí, el último pueblo antes de Panamá, a través de varias fincas ganaderas de colonos antioqueños hasta el campamento donde pasan la noche antes de comenzar a andar por la selva.
UNA “BENDICIÓN”
“Yo escucho por la televisión que el paso de migrantes por algunos países es una maldición, pero para nosotros, el municipio de Acandí, honestamente es una bendición porque aquí después de pandemia se activó el comercio, los mototaxis, los cocheros…”, asegura a Efe Freddy Pastrana, presidente del consejo comunitario de Acandí (Cocomanorte), que gestiona el campamento y los “guías” que llevan a los migrantes por la selva.
El municipio de Acandí, donde el 25 % de la población es joven, está ubicado en el Chocó, uno de los departamentos más pobres de Colombia y donde las posibilidades laborales para los jóvenes son casi nulas.
De ahí, que de repente pasen 25.000 personas por el pueblo al mes, como pasó en agosto, es una oportunidad que no pueden desaprovechar; solo por guiar una vez hasta la frontera a un grupo de migrantes, un local cobra más de un salario mínimo.
“Que pasen los migrantes por acá es una bendición”, reitera Pastrana, “y como bendición tenemos que cuidarlos, como bendición no podemos permitir que nadie nos los moleste, nos los toque o nos los viole hasta que lleguen a la frontera».
“NADA ES GRATIS”
Los migrantes saben que en la ruta “nada es gratis». “Para decirte la verdad, hay un factor de beneficio para ello; ellos saben de la necesidad que tenemos y se aprovechan un poco, pero lo importante es que nos vendan el servicio y si sale como a nosotros nos gusta, no hay problema”, asegura a Efe Ricardo Florián.
Este joven haitiano ya está a punto de cruzar a Panamá, en el campamento “Las Tecas”, donde según se pone la tarde, se va llenando de carpas y ropa y botas de montaña tendidas que esperan que estén secas antes del amanecer, cuando emprenderán la verdadera ruta por la selva.
Saben que por todo esto tenían que pagar a “coyotes”, y si con los 100 dólares que les han pagado cumplen, están de acuerdo.
El problema es que los cupos fijados entre los gobiernos de Panamá y Colombia, que solo permiten pasar a 500 migrantes diarios por el Tapón del Darién, están provocando gastos extra a los casi 20.000 migrantes que se acumulan diariamente al otro lado del golfo del Urabá.
Allí, en Necoclí, les cobran por dormir, beber agua, retirar dinero o ir al baño y les sobrecargan con artículos absurdos que luego dejan botados en la selva- estufas a gas para cocinar, cobijas, carpas, botellones de agua…
“Ellos nos usan a nosotros como turistas y nosotros no somos turistas, somos migrantes; los turistas no vienen a pasar calamidades así, a pasar país por país, a dormir en cualquier lugar…”, se queja Sonthonax, otro haitiano que cocina junto a Ricardo y otro grupo de diez compatriotas.
Él tuvo que pasar 22 días antes de poder llegar a este punto, un descampado al borde de la selva, rodeado de tecas, donde los migrantes aprovechan para compartir un último arroz y hacer las compras en los puestos que los locales han montado en tiendas con cubierta de plástico.
De ahí les quedan tres o cuatro días a la frontera panameña, guiados por los jóvenes chocoanos, y de ahí otros tantos hasta el primer campamento de acogida de Panamá, y seguramente varios retenes más donde tengan que seguir pagando; el hipotecado “sueño americano».