MIGRACÓN, CAUSAS Y EFECTOS
RD transita del ruralismo a la transnacionalidad

MIGRACÓN, CAUSAS Y EFECTOS <BR><STRONG>RD transita del ruralismo a la transnacionalidad</STRONG>

POR MINERVA ISA Y ELADIO PICHARDO
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Entre viejos legajos que documentan la historia, intento sumergirme por caminos pretéritos transitados por seis generaciones dominicanas desde que a finales del siglo XIX el país abriera una rendija al mundo por donde se filtraron capitales y nuevas tecnologías, se deslizaron ideas, influencias renovadoras, génesis de una metamorfosis, de un proceso de radicales e irreversibles cambios acelerados en los últimos decenios por oleadas de emigrantes nacionales que, en lenta gradualidad, entre avances y retrocesos, nos darían una nueva identidad.

Desbrozando las brumas del tiempo, procuro penetrar por dilatados laberintos hasta encontrar mis lejanos ancestros, primeros protagonistas de esta historia de cambios geopolíticos, socioeconómicos y culturales que, en incesante flujo y reflujo, transformaron al dominicano y a su hábitat. Cambios con ritmo progresivo asociados a las migraciones internas y externas, uno de los fenómenos más relevantes del siglo XX que en el tercer milenio sigue impulsando la fuerza del instinto.

Una historia contada en tiempos de apertura con la alharaca de la aldea global, el sofisma de convertir el planeta en un aula virtual pese a las persistentes desventajas en las relaciones comerciales con los países periféricos, mientras, paradójicamente,  cierran las fronteras a las migraciones que tiñen de negritud y de pobreza el aséptico mundo europeo y estadounidense. Las incómodas y masivas migraciones que ponen en llamas a París y tanto perturban a Estados Unidos que pretende eregir un muro gigantesco a sus vecinos, a su socio mexicano.

Los ancestros

Pues bien, sigo la ruta del árbol genealógico familiar hasta llegar a ti, mi bisabuelo, desentrañar tu identidad, recrear tu entorno. Mis manos se deslizan curiosas por las líneas de tu rostro, tus facciones perdidas en la distancia de poco más de un siglo y no logro visualizarte como a otros antepasados plasmados por el lente fotográfico de Abelardo o de Palau. Pero, estabas allí, entre los 435,000 almas que habitaban la nación dominicana en 1888, es obvio, por eso existo yo, un miembro de cuarta generación en tu larga descendencia, un abogado que logró titularse cuando sólo existía una universidad.

Fuiste testigo de aquella sacudida que experimentó la aletargada República, el país treintiañero nacido como tú en 1844, justo cien años después de yo llegar al mundo en medio del pomposo Centenario, en un momento aciago de terror y silencio con los grilletes trujillistas, en el fuego de la Segunda Guerra Mundial. Sobrepaso la edad en que falleciste y me siento en la plenitud de la vida, corta para ti, ya que pocos rebasaban el medio siglo. Hoy, aunque con severas deficiencias en salud, la esperanza de vida ronda los setenta años.

Pues bien, presenciaste la llegada de aquellos inmigrantes procedentes de Europa y Estados Unidos, que con el salto tecnológico hacia la revolución industrial y la dominación colonial multiplicaron capitales y manufacturas, tantos que se impuso buscar nuevos mercados. Así, con la valija repleta de dineros inquietos que no se acomodaban al entierro en botijuelas, vinieron en son de reconquista, de un segundo descubrimiento, no geográfico esta vez, sino económico.

Te seguiré contando lo que ocurrió después. El país cobró una nueva imagen, un nuevo espíritu, una cultura distinta, modificó sus valores y patrones conductuales, optó por otros medios y modos de vida. Se transformaron la estructura agraria y las comunicaciones, la demografía y la distribución poblacional, pasando de la ruralidad al urbanismo, del internacionalismo a la transnacionalidad.

Un salto en el tiempo en el que comenzamos a dar traspiés por el complejo y contradictorio camino de una modernidad fragmentada, asimétrica, desde la existencia casi autárquica dominante en el ambiente bucólico en que viviste hasta la diversificación de la producción y del consumo. Del aislamiento a la apertura de mercados, de los fangosos trillos que a caballo recorrías a las avenidas asfaltadas y cibernéticas, de la insularidad a los infinitos portales de internet.

Han transcurrido decenios de sobresaltos entre cíclicas crisis, ajustes y desajustes, desestabilizadoras adecuaciones del modelo de desarrollo al orden internacional supeditadas a necesidades ajenas, desde los planes de Teodoro Roosvelt a las estrategias de George Bush, de Ulises Heureaux a Leonel Fernández, de la dictadura a una pseudo democracia.

Mutaciones profundas desde el Tratado de Libre Cambio entre el país y Estados Unidos firmado en 1891, con el que viste consolidar la hegemonía estadounidense en el comercio exterior dominicano, hasta el Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana y Centroamérica (DR-Cafta), aprobado en 2005, que arreciará la dependencia.

Transformaciones que trasladaron el centro de gravitación política y económica del Cibao al Sureste, de Europa y las islas caribeñas a Norteamérica, empeñada a finales del siglo XIX en acrecentar su presencia naval en el Caribe, en expandir su dominio en América Latina.

Diferencias abismales

Como te decía, diferencias abismales separan al dominicano de hoy de sus ancestros. Del tatarabuelo que, como tú, en tiempos de montonera se terciaba la carabina sobre la ajustada chamarra o que en flux blanco y sombrero de panamá espoleaba su caballo durante una corrida de sortijas. Muy distante del abuelo descalzo y en raído fuerteazul, buen llevador de cabañuelas que descifraba el lenguaje de la luna y las estrellas.

Aunque falta bastante, nunca concebirías los cambios de género. Si vieras a mi hija, empresaria exitosa en su negocio de fast food, a una nieta ingeniera electrónica y otra abogada picapleitos, como yo. Habituado como estabas a la absoluta subordinación femenina, imagino que reprobarías la liberación de la mujer dominicana de hoy, profesional en traje sastre, universitaria en minifalda u otras prendas de estilo minimalista, superando a los hombres en la matrícula de estudios superiores, incursionando en la política, las artes, los deportes y las finanzas.

Mucho difiere de la bisabuela, aquella matrona que a principios del siglo XX paseaba en coche victoria con caballo alazán, o la que en largos faldones de batistilla, prusiana o alistao amamantaba una docena de hijos, de los que pocos sobrevivían al paludismo, los rámpanos y la buba. O la abuela confinada en el hogar y en el conuco que paría sola su prole o con una comadrona, no sospechando jamás que dos de tus tataranietos, unos preciosos mellizos, serían procreados mediante inseminación artificial.

Dista bastante el carácter y la imagen de aquellos adolescentes en calzones cortos, ajustada chaqueta y gorra de fieltro arrodillados ante el padrino pidiéndole la bendición, o el joven que esperaba el permiso paterno para su primera rasurada. Inusitado, ¿verdad?, frente al muchacho desenfadado que en camiseta sin mangas, pelo engomado y arete baila reageton o hip hop, o la muchacha que en una discoteca se contorsiona bajo los efectos del éxtasis o que en un colmadón comparte con amigos bachata, cerveza y ron.

Con un rictus de incredulidad, tus tataranietos miran las amarillentas fotos de la nación ancestral, tan distante, extremadamente lejana y diferente que quizás no logramos penetrar en tu mundo, aprehender el espíritu de la época, imaginar el panorama completo del país de finales del siglo XIX a la lumbre de jachos, jumiadoras y luciérnagas que despertaba con los gallos y se dormía con las gallinas, tras una prima noche de cuentos y adivinanzas.

Me deleitan las estampas de Santo Domingo, ciudad amurallada que cerraba sus puertas al ponerse el sol, cuyo perímetro de 85 hectáreas en 1882 albergaba no más de doce mil habitantes. Ciudad silente, asiento de una sociedad biclasista, tradicional, con su punto de encuentro en la Plaza Mayor –Parque Colón–, escenario de la festividad de Santiago Apóstol animada por corridas de toros. Una población en aletargada rutina que contaba los días aguardando el paso de jinetes en la fiesta de San Juan, y asistía reverente a las graves procesiones de Corpus Christi, con mascaradas y maromas de las cofradías de negros durante la Colonia.

Te sorprendería su cosmopolismo actual, una urbe bulliciosa poblada por 2.7 millones de personas de un total nacional con más de 8.5 millones, que se extiende sin barreras limítrofes, surcada por avenidas y carreteras transitadas por 2,388,543 vehículos. Y pensar que para 1909 existían dos automóviles del servicio público, 98 coches de punto y 25 particulares.

En verdad, habitamos escenarios distintos. La sociedad dominicana es diametralmente diferente a la de 1875, aquella población campesina diseminada entre densos bosques y ríos caudalosos, una masa inculta como sus tierras, mujeres y hombres que no habían labrado su intelecto, dominados por una gran religiosidad y las supersticiones, quienes envejecían entre el conuco, el corral y la gallera. Su rutina era una mezcla de costumbres indígenas, españolas y africanas de los siglos XVI y XVII, una simbiosis racial y cultural enriquecida con la influencia de inmigrantes extranjeros, judíos sefardíes de Curazao, canarios o isleños, metodistas norteamericanos, árabes, alemanes, con quienes se incorporaron elementos culturales que fueron gestando la identidad dominicana, múltiple, diversa, cambiante.

Entre ellos había hombres visionarios que vinieron en busca de fortuna en este país despoblado, de regiones aisladas y dominantemente rural, salvo escasos puntitos urbanos, Santo Domingo, Santiago, Puerto Plata, asiento de unas cuantas familias de vida patriarcal y un puritarismo victoriano, nocivo como la excesiva permisividad que hoy todo lo relativiza, el pragmatismo salvaje que acomoda a su conveniencia los cánones éticos.

Sé que nunca viajaste al exterior, muy pocos lo hacían, y apenas atisbaban el mundo industrializado de Estados Unidos y Europa a través de algunos libros y periódicos con noticias añejas traídos en los barcos que transportaban la madera o el tabaco, los escasos productos con destino a Alemania, Francia y otros países europeos.

Tu aldea

Presumo que labrabas la tierra o eras leñador, ambas cosas quizás. El corte de árboles fue un importante medio de vida en tu aldea a orillas del río Dulce o Romana, en cuya margen oriental se alinearon bohíos habitados por monteros, recueros y pescadores. Si la vieras ahora te deslumbrarían sus resorts y villas con aroma de maderas preciosas, relucientes de mármol, mansiones visitadas por jefes de Estado y personalidades del jet set internacional. La Romana es otro mundo, el tuyo lo barrió el progreso, una modernidad extremadamente desigual, como en tu tiempo. Apenas quedan rastros del antiguo Carlón, el otro caserío en la orilla occidental, habitado por españoles dedicados a la agricultura, crianza de ganado y aves de corral. De ellos heredo la sangre ibérica, porque realmente soy un híbrido de España, Africa y el Líbano. Es el tronco familiar, pues en las demás generaciones, entre tus hijos, nietos y tataranietos ha habido un mestizaje con genes holandeses, franceses, puertorriqueños y mexicanos.

Somos otras personas, otro país. Y de ahí la necesidad de reconceptualizar nuestra identidad, redefinir la nación en función de su nueva fisonomía productiva, demográfica, social y cultural, con una economía de servicios altamente dependiente de las remesas enviadas por no menos de millón y medio de nacionales radicados en el exterior.

Tu mundo desapareció. Han sido cambios dramáticos, muchos de la última generación todavía inmaduros, en transición, que provocan desestabilización, inseguridad e incertidumbre, por eso el desasosiego, la convulsa atmósfera en que vivimos.

No es que lo haya olvidado, ni pretenda esconderte la realidad, lo cierto es que el bienestar que entrañan todas esas transformaciones se concentra en una élite, pues en el país del siglo XXI predominan mayorías desposeídas sumidas en un atraso decimonónico. De todos modos, tu mundo desapareció. Nos quedan fotos, grabados, amarillentos legajos que documentan la historia.

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