Miguel Angel Fornerín: apuntes en torno a sus
ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana

Miguel Angel Fornerín: apuntes en torno a sus <BR>ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana

POR LEÓN DAVID
Tengo por enteramente digno de fe que entre las consagradas formas de que tradicionalmente se ha valido el letrado acucioso, el pensador de fuste, el conspicuo humanista, no es la modalidad discursiva a la que Michel de Montaigne confiriera siglos atrás el nombre memorable de Ensayos la menos exigente para la pluma –díscola acaso, acaso sopesada– que se propone a un tiempo mismo pensar y florecer; que procura con parejo cuanto obstinado empeño no sólo abrir surcos profundos en las heredades del conocimiento, sirviéndose del feliz arado de las ideas, sino lograr también que tales ideas, a menudo de catadura ingrata, afloren sobre la nívea superficie del papel sin que, a causa de modales expresivos reñidos con el buen gusto y signados por el descuido y la desidia, hagan agravio a la nobleza del lenguaje.

Nunca he dejado de arrimarme a la convicción –con seguridad anticuada y tal vez errónea- de que una prosa pulcra, amena, señorial, armoniosa, amable, sonriente, lejos de constituirse en estorbo al despliegue de las razones y conceptos, contribuye en no escasa medida a infundir a la argumentación mayor vigor suasorio y potencial discriminador.

Porque mal que le cuadre a cuantos hoy día –y son legión- propalan la especie de que el género ensayístico, dado su talante porfiadamente cogitativo, debe obedecer a un enfoque funcional de enunciación articulado sobre el eje de la noción abstracta y de la clasificación categorial, mal que le cuadre a parejos opinantes, decía, insistiré yo contra viento y marea en adherirme al número exiguo pero muy respetable de quienes todavía sostienen que el ensayo genuino, el perdurable, el clásico, el que a pesar de su raciocinante empaque y andadura especulativa nunca se avendrá a renegar de las galas y fastos de literaria urdimbre, ese ensayo si de algo cura es de mostrar hasta la saciedad que el pensamiento por sí solo, aislado, despojado de la carne de las palabras, no tiene la menor posibilidad de existir, y que, por consiguiente, lo que el ensayista expone, esto es, el sentido más recóndito y sustancial de su afanoso discurrir, no consiente ser aprehendido prestando atención nada más a las ideas, no consiente ser comprendido y asimilado si nos desentendemos con descortés indiferencia del modo como tales ideas, en virtud de la energía cohesionadora que llamamos estilo, han dado origen a un tejido verbal sui géneris cuya peculiar densidad, opacidad y concentración reclaman a gritos que reparemos en su presencia; habida cuenta que semejante régimen de formas lingüísticas, que el escritor procrea de inevitable guisa al hilvanar sus razonamientos, será lo que se nos antoje que sea salvo una manifestación ajena a lo que el cálamo del autor ha tenido la intención de revelar.

No se trata, no, -recálquemoslo en previsión de cargos infundados- que el escritor se vea forzado a cultivar el bel parlare, el eloquio superbo para que consintamos incluirlo en la selecta cofradía de los ensayistas; de ninguna manera cabe colegir de lo que hasta ahora he cavilado tan inapropiada conclusión. Lo que, acaso con menguada solercia, ambiciono en estas líneas demostrar es que, para adjudicar a un escrito reflexivo el título de ensayo es menester topar en la página con algo más que conceptos que apuntan a nuestra inteligencia; es preciso que, otrosí, el temple anímico del escritor salga a la luz de manera patente y contumaz a favor de un discurso que lo mismo da se acoja a un lenguaje elegante hasta la afectación, o adopte un gesto retórico sobrio y contenido, o descubra un sesgo arisco, áspero y violento, -eso es lo de menos-, siempre y cuando por detrás de los conceptos el pulso vital, la personalidad del pensador se afirme y se derrame.

A tenor de lo dicho, no juzgo desatinado sostener al correr de la pluma sobre el acomodaticio papel que a todo se resigna, que arguye escasa perspicuidad dar crédito a la manida opinión –no por comprobadamente falsa menos recalcitrante- que se complace en colocar un muro infranqueable entre la forma y el contenido, entre el símbolo y lo simbolizado, entre la referencia y el referente, entre el qué y el cómo, entre el significante y el significado. Las cosas no funcionan por este modo mecánico y pueril, como fácil será constatarlo siempre que un escolar prejuicio no nos obnubile. En literatura (y el ensayo, dígase lo que se quiera, es género que, entre un hervidero de variopintos rasgos, exhibe inocultable prestancia literaria), en literatura, reitero, la materia lingüística –léxico, estrategias gramaticales, tropos- con la que se enfrenta el escritor a la hora decisiva de poner en claro sus ideas y desarrollar sus tesis, lejos está de presentársenos en tanto que prescindible y ancilar remanente que puede ser apartado sin graves consecuencias para la recta intelección del asunto planteado, sin que a consecuencia de semejante lenidad se vea afectado poco o mucho el sentido del texto en cuestión… No constituyen las marcas del estilo accesoria decoración, ornamentación superflua ni exorno gratuito. Sin esas marcas a través de las cuales el temperamento individual impone su visión y da testimonio de una raigal vivencia, el escrito, no importa cuan exacta, medulosa y nueva sea la información que nos ofrezca, no podrá alzar el vuelo ni remontar hasta las altas cumbres donde el ensayo anida.

El peor pecado que quepa cometer al ensayista es aburrir. Puede éste ofender al lector, maltratarlo, abusar de su paciencia, provocar indignación, curiosidad, turbación, escándalo, perplejidad o entusiasmo, pero, ¡válgame Dios!, que no aburra… Un escrito de naturaleza reflexiva que se caiga de las manos de puro indigesto y fatigoso, tal vez en punto a doctrina no carezca de méritos, pero de ensayo sólo el nombre tendrá, ajustándole mejor el de reporte de investigación, monografía, tesis académica, apunte teórico, tratado o manual.

Ahora bien, no se me escapa que por lo que toca a la concepción de la ensayística  que acabo de explayar en los párrafos que anteceden, contadas serán las personas dispuestas a acompañarme, ya sea porque reputarán extremista mi posición, ya porque la tildarán de anacrónica y extemporánea, o bien porque la considerarán incursa en falsedad y caprichosa…

Así las cosas, no resultará ardua tarea para nadie entender el júbilo que de mí se apoderó cuando con avidez leí, -que digo leí, devoré-, las suculentas páginas del más reciente libro de Miguel Ángel Fornerín intitulado Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, exultación harto justificada porque los numerosos abordajes de crítica literaria que el referido volumen recoge responden todos, con sonreída aquiescencia, al criterio que sobre el género ensayístico me he creído en la obligación de defender desde la precaria atalaya de estas apuntaciones. Para íntimo regocijo del que estas líneas estampa, muestra el escritor higüeyano por modo inequívoco y ejemplar en los enjundiosos trabajos recopilados en la obra antes mencionada que es un auténtico ensayista; que cuando arbola en la portada de su libro la palabra “ensayos” no nos está engañando ni usurpando fraudulentamente una dignidad que no le corresponde.

Nada más fácil en el confuso y agitado clima del período que nos ha tocado vivir, y de seguro padecer, que tropezar con una caterva de autonominados ensayistas que no son tales. A esa fementida especie no pertenece por obra de la fortuna y de su propio esfuerzo –de ello no vacilo en dar fe- mi caro amigo y admirado compatriota Miguel Ángel Fornerín.

Empero, antes de echar a rodar algunas valoraciones que temo no harán justicia al texto Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, no me luce inoportuno aventurar uno que otro juicio acerca del autor de las páginas que me he propuesto comentar:

Empezaré con el señalamiento de que en los fragosos territorios del quehacer literario, quien no rehúse andar en tratos con la verdad y tenga una brizna de información acerca de la realidad cultural vernácula, jamás se atrevería conceptuar a Miguel Ángel Fornerín como un advenedizo. Escritor todavía joven, no obstante que de sólida formación y verbo maduro y ponderado, un envidiable número de publicaciones de cuyos títulos hago gracia a quienes hasta aquí han tenido la condescendencia de seguirme, da fe de su proficua consagración a la faena creadora en el ámbito de la poesía y de la crítica. Catedrático desde hace ya bastantes años en la Universidad de Puerto Rico en Cayey, pertenece Miguel Ángel –tengámoslo por cosa averiguada- a lo más granado de esa ubérrima diáspora intelectual que ha llevado la dominicanidad (cualquiera que sea el significado que a ese encontradizo y engorroso término confiramos) allende los angostos confines de la isla hacia todas las playas del planeta. Y, en lo que atañe a nuestro peculio espiritual, confío en que me asiste la razón al poner en claro que de esa viajera república regada por los cinco continentes, es ya este autor oriental una de nuestras más felices e irremplazables péndolas.

 Si de algo sirve el testimonio, vaya el siguiente: por circunstancias que algunos atribuirán al azar y otros al destino, me ha tocado escoltar muy de cerca –desde sus balbucientes inicios– la modélica trayectoria intelectual de este notable hijo de Quisqueya. Reparé de inmediato, siendo él apenas un mozalbete que embarraba cuartillas y acumulaba polvorientos volúmenes en su estantería de voraz bibliófilo, que había tras aquella desgarbada figura juvenil la incoercible, la apremiante vocación de escritor. Avanzo a más y digo que acaricio la conjetura –hipótesis en la que mi vanidad se solaza- de que acaso contribuyera yo en algo a reconfirmar la ya bien definida disposición del bisoño oficiante de las letras hacia la poesía y la crítica.

Mucha agua ha cruzado bajo el puente desde aquellos lustros que vistos hoy a la distancia nostálgica del recuerdo no pueden menos que parecer remotos… Lustros durante los cuales aquel temprano discernimiento, aquella despejada inteligencia y afianzada vocación frutecieron en la jugosa obra Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, de cuyas abundantes prendas, a punto largo, unas pocas –no da para más el tiempo de que dispongo- me esforzaré en poner de resalto a continuación:

Lo primero es lo primero…En cada uno de los dieciocho ensayos reunidos en el volumen de marras, si algo no puede dejar de apercibir el lector es que está en presencia de un agudo cuanto apasionado cálamo de ensayista. En efecto, sólo un temperamento refractario a la trepidación feraz de la palabra osaría permanecer indiferente ante la rotunda lucidez de una prosa que, con la autoridad que confiere el sentimiento tanto como la erudición, define, interpreta y valora. Tomemos a guisa de ilustración un breve párrafo extraído del estudio intitulado El amor en Renombrada penumbra de Antonio Rodríguez Córdova…

El poeta sigue siendo tan necesario como el agricultor. La llamada crisis de la creatividad, asociada muchas veces a una respuesta a la crisis del hombre, no es más que nuestra manera inmutable de ver las cosas. Aunque la poesía no tenga el favor del mercado en los tiempos que corren, sigue siendo el encuentro del ser humano con su propia naturaleza simbólica. Porque es en el lenguaje que nos inventamos e inventariamos los sueños, lo que hemos querido ser, nuestras identidades personales, sociales y sexuales. Porque es en el lenguaje poético que nos reconocemos como somos, como hemos querido ser y como los demás han querido que seamos.

Quien vuelque la mirada sobre los renglones que acabo de transcribir, podrá o no compartir la teoría que el autor sustenta; mas lo que de fijo sacudirá su ánimo, amén de la transparencia con que el concepto aflora y la pulquérrima solidez de la argumentación, es esa frase musculosa y bizarra cuya asertiva impronta empuja, sin que ni siquiera nos percatemos de ello, hacia las especulativas heredades donde florecen las empecinadas certidumbres del escritor. Reciedumbre, seguridad, acuidad dialéctica, he aquí algunas de las notas distintivas de un estilo de cavilación que cumple a plenitud los requerimientos harto comprometedores del ensayo.

Cabe el enérgico ademán retórico afirmativo, de académica estirpe, del cual están ausentes, para mi satisfacción, el pavoneo y la jactancia propios de la autosuficiencia, vamos a topar también en el discurso de Fornerín con una cualidad que en los trabajos de los hodiernos profesionales de la crítica pareciera escasear casi tanto como la legendaria y criollísima muela de gallina. ¿A qué me estoy refiriendo? Al hecho de que nuestro ensayista pertenece al escogido número de los que gustan llamar las cosas por su nombre, de modo que si la idea, interpretación o enfoque que hallan cabida en el texto sometido a escrutinio se contraponen a su ideal de lo correcto, no le temblará la mano al escoliasta para señalar el desacierto, la incoherencia o, en el peor de los casos, la estolidez.

Así, por ejemplo, la creación lírica de la prestigiosa escritora puertorriqueña Rosario Ferré merece a Fornerín la tajante censura que a seguidas reproduzco:

La autora trata de hacer poesía a partir de ideologías. Pero no hace poesías. Se queda en la expresión de una ideología que, como hemos analizado anteriormente, no tiene consistencia. El resultado de este libro, cuyos continuos desatinos no voy a situar, muestra a la Rosario Ferré de la otra orilla, la que pretende ser autora en inglés pero que no logra una obra de valores estéticos. Este libro muestra la pérdida de la poeta que nos presentó en Fábulas y en Las dos Venecias.

Ahora bien, imperdonable resultaría en estas frugales notas que sobre las virtudes del libro de Fornerín precipitadamente estampo, desentenderme de un atributo en verdad sobresaliente de su ensayística: el diestro manejo de la opima y bien asimilada información, al punto de que, sin atiborrar la exposición con pomposa rumba de ociosos datos, –conducta a la que de ordinario propende en nuestro medio una mal entendida erudición-, nos gratifica el pensador criollo con indicaciones y referencias fundamentales para la exhaustiva comprensión del asunto tratado. El suculento bagaje de conocimientos que sobre la materia que examina demuestra poseer es, sin embargo, administrado con gran recato para no abrumar al lector; de modo que, en veces, la simple mención oportuna cálamo currente de ciertos nombres clave basta y sobra en orden a confirmar la exactitud de su aseveración, como ocurre cuando, en el ensayo cuyo encabezamiento reza Tradición y modernidad: la neovanguardia dominicana, interesado en fundamentar documentalmente su dictamen de que en el espacio de la literatura dominicana de las recientes décadas se ha producido, al parejo que en otras regiones y países, un retorno a las formas clásicas, nos instruye:

Siempre ha existido una tendencia a la vuelta a lo clásico en la literatura, y en la dominicana no ha sido menos; pero, es en los escritores de la década del setenta en los que encontramos la inclinación a formas que parecían olvidadas. Los sonetos de Pedro Vergés, que le merecieron una mención en el certamen  literario español Adonais, y las diferentes experimentaciones formales que encontramos en la poesía de León David, que cultiva la copla, el soneto y la décima, en sus textos Poemas, compañera: sonetos para Ulla, y trovas del tiempo añejo (1986) muestran un retorno a formas clásicas. Así mismo lo hicieron los escritores del sesenta en Puerto Rico: escribieron una gran cantidad de décimas. Esta tendencia se mantiene en poetas como José Luis Vega. En España el neo-clasicismo se manifiesta en autores como Antonio Carvajal, Justo Navarro y Jaime Gil de Biedma.

Llegado a estos arrabales de mi cavilación, me asalta la sospecha de que por mucha voluntad que ponga en la empresa halagüeña de justipreciar el libro de Miguel Ángel Fornerín Ensayos sobre literatura puertorriqueña y dominicana, no podría sin atropellar la paciencia del que hasta estos parajes me ha acompañado y sin hacerme reo de lesa urbanidad, poner de resalto todos los valores que lo tornan apetecible.

Quede, pues, para más propicia ocasión ponderar el rigor de su perspectiva crítica, la acerada vena controversial, la equilibrada selección y combinación de textos agrupados y last but not least, la muy académica, profesional, mas no por ello tediosa seriedad con que el autor asume siempre su labor de ensayista.

Porque reconozcámoslo –así concluiré- ensayista es Miguel Ángel Fornerín, y de los buenos. Al sagaz juicio del lector –que doy por cierto no me desmentirá- encomiendo su obra.

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