Milton es un tipo más feo que yo

Milton es un tipo más feo que yo

MIGUEL D. MENA
Los años 60 se nos fueron entre bocinazos, alarmas, disparos. De la modernidad que acontecía fuera de la Isla nos enterábamos gracias a las revistas de Macalé y los paquitos de Librería Amengual. Explorar la vitalidad artística de aquellos tiempos es como…explorar la del decenio siguiente, es decir, encontrar prácticamente nada, nada que nos diera una noción de algo más que conciencia merenguera.

Mientras las grandes conflagraciones locales acontecían en la Universidad Autónoma o en la segunda planta de las guaguas o en los moteles -el negocio más próspero en lo que va de vida republicana-, las noches concluían por aquello de se rompió la taza y cada uno para su…escondrijo.

Hasta los años 80 tuvimos una especie de radiocracia. Las ondas herzianas dominaban el imaginario. Antes de que a Vincho se le ocurriera obligarnos a oír el Himno al mediodía, ya los dominicanos estaban bajando banderas y persianas a la hora de conectarse con La Tremenda Corte o el Suceso de Hoy.

Pero un día, en la algidez de esos años, entre los últimos de los 60 y los primeros de los 70, estaba un personaje haciéndonos rebotar en perdidos años. Era Milton Peláez. “Es un tipo más feo que yo” y “Carmencita ya no me quiere” -espero que el Alzheimer no comience a ejercer sus efectos en estos recuerdos-, fueron los hits inesperados, la posibilidad de echarse la greña para un lado aunque en el mismo momento Elvis ya no soportase la gordura.

No tuvimos rock a nivel de corriente pero ahí estaba el gran Milton, con su voz a lo Roy Orbison, su cuerpazo como tirarse en la Harley Davidson que nunca tuvo ni tiene, aunque quién sabe.

Un tipo más feo que usted, oh, oh, pata pata. Tiempos de la Makeba, de Manu Dibango, antes de que Donna Summer se pasase el blower y Travolta tuviese tra-voltándose en la pista, para envidia de todos los gorditos del fondo que no sabían hacerlo.

El Milton, más guillado que Fantomas pero no tan solo como el Llanero Solitario, nos llevó a esa frescura de los cuerpos con otros ritmos, de los cuerpos con otro swing. Guitarrista, violinista, poeta a su manera, pasó más rápido que la bola de Marichal en sus buenos tiempos.

Como un rockero tenía menos chance laboral que un vendedor de salvavidas en una Funeraria, el Milton tuvo que dedicarse al humor, a la comedia. Nunca dejaba de rasgar las cuerdas, de implicarnos en sus nostalgias de un mundo que si bien nunca tuvimos -por cuestiones de edad-, bien que disfrutamos como un hecho estético, como una historia que el hermano Grimm local se inventa.

Milton Peláez, sí, un tipo más feo que yo, un fauno en bicicleta doblando en una sola rueda.

Lo suyo era la algarabía post-temporada, la fiesta que tiene que seguir después de apagar las velas, los amorcitos aquellos de tirar piedrecitas y esperar que salga Carmencita y que su abuelita no se entere del desparpajo.

Todo un lenguaje miltónico estuvo hilándose, se está desenvolviendo ahora cuando uno coge el teléfono y se entera de que en Nueva York, en Estocolmo, en Osaka, hay un tipo más feo que yo. Son oleadas las que están rumiando aquellos temas de baja la luz, por favor, mami, que te quiero dar un beso.

El Milton, años que todavía se mueven a 45 revoluciones por minuto, a ritmo de belloneras, de tardes en las que el universo iba de la radio al manganzón que no se quería levantar.

¡Oh Milton! ¡Oh, Carmencita ya sí me quiere!

(Este artículo lo escribí el 26 de junio del 2000, y fue publicado en esa misma semana en El Siglo. Debería releerlo y añadirle o quitarle cosas, pero lo dejo así, porque a veces es duro volver al estanque de aquella vida en blanco y negro).

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