Milton no es Milton

Milton no es Milton

Cuando en El paraíso perdido, Milton narra cómo Satanás toma la decisión de vengarse de Dios por vía indirecta, no imaginó que en una isla caribeña se crearía una réplica invertida de su poema. Aquí de carne y hueso porque en el texto original todo discurre en una lucha entre el mal y el sufrimiento.
Desde su publicación en 1667, los amantes de la poesía saben distinguir esa pieza narrativa de la literatura inglesa. Por nuestros lares, conocemos a otro Milton que, por esas ironías del destino, al igual que en esa joya de la cultura universal es capaz de convivir entre Dios, Adán, Eva, y el diablo.
Después de llegar a la adultez me convencí que el Milton tropical, al igual que en el poema insigne, actuaría con la lógica del Satanás retratado en esos interminables versos sin rima porque era “seductor gobernar en el infierno y no servir en el cielo”. Aunque en sus inicios, Milton se reputaba de puritano, desde el tramo inicial del poema cae en el pecado. Coincidencias, no?
La ira de Dios transita de la misma manera, tanto en el cielo como en la tierra. Por eso, al conocer la actitud de los que le desobedecieron incurriendo en terribles pecados llamó a Miguel para que los expulsara del paraíso. En la creatividad literaria, el enviado era un arcángel. Aquí no. Y es que las calenturientas tierras nuestras tienden a transformarlo todo, pero ni el tiempo ni la distancia borran esa singular descripción de su abrupta exclusión del territorio idílico.
Contrario a la creación literaria, el mundo terrenal tiende a establecer un singular procedimiento para condenar moralmente a los personajes que han ido construyendo falsas imágenes sobre ellos mismos. En el drama de la vida, el tiempo sirve de cruel juez de las duplicidades que caracterizan la condición humana, y en múltiples circunstancias elevan a categorías excepcionales a tartufos envilecidos, pero su déficit es inocultable porque al caer el telón de su obra en vida, sus miserias no impiden aterrizar con la realidad en un auditorio anestesiado por falsías dilatadas donde decretos ministeriales, distinciones diplomáticas y jerarquías constitucionales intentan cubrir tanta escoria revestida de oro.
Milton no es un nombre bíblico. Por eso, lo trascendental le viene de un mundo de fantasías en capacidad de recordarlo después de 548 años impactando en lectores de todo el mundo. Aunque murió en 1674, necesitó de un ambiente decoroso y digno para encender la chispa que le mantendría en el tiempo como un hombre respetable debido a que su obra pudo ser completada al escapar de un Londres impactado por la gran peste. Desde siempre, las acciones decorosas y dignas ameritan de entornos decentes. Allá en el lejano Chalfont St Giles, el poema adquirió dimensión universal ante la elemental razón de que su “distinción” no tenía que asociarse con el amo de turno ni con políticos repartiendo cuotas de poder. Ese Milton era rectitud y decoro.
Es a Mosén Pedro de Margarite que se le atribuye calificarnos como la isla de las vicisitudes. Tantos años han transcurrido desde esa fatídica descripción, que pocos se sorprenden ante el actual cuadro que nos agobia donde cualquier sentencia es reveladora del cuadro de complicidades institucionales. Así anda la puja de los que, derrotados por la vida, validan con sus inconductas la fatal tesis de que todo está perdido. Y del otro lado, los que sin importarnos los rechazos constitucionales, al igual que en los versos proféticos de Víctor Hugo, estamos convencidos que la utopía de hoy se transformará en carne y hueso en el mañana. Afortunadamente, cuando eso llegue, recordaremos al otro Milton.

No he leído la sentencia, no es necesario. Eso sí, no he dejado de pensar en mi entrañable regidor del municipio de Sánchez que, por conocer al Milton verdadero, nunca renunció a contemplar la dramática imagen del vetusto Príamo desprovisto de decoro y arrastrado frente a Aquiles besando las manos del matador de sus hijos.
Milton no es Milton.

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