Antes de iniciar mi relato quisiera pedirle prestado a la poeta eterna, Violeta Parra, este fragmentado verso inspirador: “Gracias a la vida que me ha dado tanto/ Me ha dado el sonido y el abecedario/Con él las palabras que pienso y declaro/ Madre, amigo, hermano y luz alumbrando…”. Nací en un apartado rinconcito rural, ubicado bien cerca de un río. Podía disfrutar las noches de luna llena bajo un firmamento cargado de estrellas.
Escuché incontables veces el concierto nocturno de grillos y sapos, junto al periódico canto de los gallos madrugadores. Cocuyos y luciérnagas ayudaban a alumbrar el trillo hecho camino ensombrecido por la densa y perfumada foresta. Ese era mi mundo nocturno. Las variadas especies de mariposas, revoloteando sobre las flores, parecían deleitarse con el chillido de las cigarras y el contraste melódico de los ruiseñores. Así era mi universo diurno primaveral. Para una mente infantil, familia era sinónimo de sociedad, la que de repente creció, tan pronto fui transportado a caballo a la única escuela primaria existente, que en aquel entonces me lucía muy distante. El planeta tenía un corto radio de desplazamiento, pues iba de la casa al centro escolar.
Esa coordenada fue creciendo en la medida que era promovido a los niveles intermedio, secundario y universitario. La conciencia isleña solamente se vio sacudida cuando en el primogénito viaje en aeroplano aterricé, en pleno invierno, en la fría ciudad de los vientos, Chicago. Sin haber leído al peruano Ciro Alegría aprendí que el mundo era ancho y ajeno.
Cuarenta y siete años después de haber sentido una implacable brisa invernal, que cual fuerte estocada invisible penetró mi pecho adolescente, percibo de nuevo aquel helado y sonoro viento estacional, esta vez en Bruselas, capital de la nórdica Bélgica europea. Es una bella ciudad de aspecto medieval, que aún conserva su fascinante magia antigua. Allí nos hemos dado cita representantes del campo de la salud de países africanos, caribeños y de las islas de la costa del pacífico.
iOh sorpresa! Tan distantes unos de otros, pero cuántos problemas sanitarios tenemos en común: malaria, SIDA, tuberculosis, desnutrición, infecciones gastrointestinales de origen hídrico, hipertensión arterial, diabetes y cáncer, por sólo citar unas pocas. La sábana de la pobreza es mucho mayor de lo que imaginamos, pero más amplia todavía es la esperanza de esos pueblos que ahora sueñan con un futuro de justicia social, con mayor equidad en el reparto y disfrute de los bienes y servicios creados por ellos.
Bajo los auspicios de la Comisión Europea, el Banco Mundial, la Organización Mundial de la Salud y otras instituciones afines, se ha creado un escenario propicio para compartir experiencias, y elaborar una agenda de políticas sanitarias de asistencia mutua, orientada a atender a graves problemas regionales y locales que amenazan con traspasar fronteras y mares, como ha sucedido con la epidemia de Ébola.
Negros, blancos y mulatos, sin distinción de género, compartimos expresiones culturales autóctonas, a sabiendas de que somos todos parte de un mundo desequilibrado y mal repartido. Gracias a la vida que me dado el valor y la fuerza para hacer añicos estas viejas lentes, causantes de mi miopía insular. Ahora tengo una visión universal, ello sin dejar de ser un auténtico dominicano, oriundo de un inolvidable rinconcito puertoplateño.